Por Lilian Duery A
Periodista científica

Cualquiera que conoce al Ricardo Benjamín Maccioni (bioquímico, médico y
neurólogo) puede de inmediato apreciar en él una persona sencilla, cálida y sin
arrogancias, a pesar de su enriquecida trayectoria que partió en Estados Unidos y
numerosas contribuciones al conocimiento de las enfermedades degenerativas a
nivel mundial desde el Centro de Internacional de Biomedicina que él fundó en la
Universidad de Chile, habiendo preparado a más de 100 jóvenes doctorados y
muchos de ellos que ahora lucen en los más prestigiosas universidades del
extranjero.

Su vida es una historia inmensamente activa y llena de reconocimiento
internacional, no necesariamente en su patria. A sus 16 años, como un joven de
campo en su lejano Coyhaique saltó muy tempranamente hacia los más exigentes
escenario de la ciencia en Estados Unidos. Con su grandiosa y nunca alicaída
mente, me atrevo a decir prodigiosa, es considerado hoy uno de los más notables
investigadores que han aportado soluciones para frenar la enfermedad de
Alzheimer y las demencias en general. Sin embargo, su dimensión humana es
también absolutamente conmovedora por la fragilidad inmunológica de su salud
que ha padecido desde la niñez, habiendo él aprendido a llevarla con admirable e
imperturbable capacidad de adaptación hasta estos días. Es el misterio del
Maccioni, siempre dando una sonrisa amable a los demás mientras enfrenta dos
diferentes tumores cuyos tratamientos en Chile apenas logra costear, pero sigue
adelante con ánimo Indescifrable. Uno lo eliminó, pero queda pendiente el otro.
La fama como investigador en Chile no le dio dinero y eso nunca le importó,
porque con lo que ganó en Estados Unidos le alcanzó a dejar a sus tres hijos con
una propiedad a cada uno y otra (donde ahora reside) a la que fue su segunda
esposa y quien ahora reclama una suma extraordinaria. Es como la vida de un
artista, ensimismado en algo de mucho más valor y solo sobreviviente para servir
a algo mayor. Es como pensaba Heidegger. Un proyecto de vida que posibilita
engrandecer la existencia humana. Lo único que lo mueve ahora es su
recuperación para seguir investigando, finalizar la vacuna que prepara para
derrotar el Alzheimer y continuar con su labor médica y social en la Fundación que
lleva su nombre, la misma que hoy en su página web solicita algún aporte, desde
entonces y a la fecha siempre vacía. La misma que regala un libro digital dirigido a
pacientes y cuidadores de personas con diagnóstico de algún tipo de demencia.
Desde allí, a comienzos del 2000 pudo patentar una tecnología de diagnóstico
para el Alzheimer que hoy aporta altos recursos a connotadas empresas, pero
decidió donarla con extrema alegría a la humanidad. Fue incapaz de lucrar con
esta angustiante y avasalladora patología. Desde allí, además, atendió
gratuitamente por cuatros años a quienes ya la padecían y sus familiares. Desde
allí no le da para amasar fortuna, solo para pagar a un equipo que la sostiene con
dedicación y orgullo. Más que eso, desde los principios de sus investigaciones
descubrió que es la proteína TAU la clave para comprender cómo ésta diezma el
cerebro (encéfalo) de quienes son diagnosticados de Alzheimer. Por lo mismo, no
lo puede ocultar y lo ha dicho públicamente en sus escritos sobre el abuso de la
industria farmacéutica de continuar expendiendo medicamente de altísimos costos
basados en la proteína Beta Amiloide, los que han demostrado cero efecto en la
regresión de la enfermedad o de algunos de sus síntomas.
Como se puede advertir en estas escasas líneas, a Ricardo Maccioni no le
entusiasma ni el éxito material ni la abundancia económica. Para él hay dos
palabras que lo definen, empatía y solidaridad. Si bien ha tenido múltiples
posibilidades de acceder a grandes negocios, se ha negado porque no es lo suyo.
Sí decidió regresar hace 20 años a Chile con un modesto salario, dejando atrás
una carrera académica que lo habría trasladado a la cima y quizás ya habría sido
acreedor del Premio Nobel de Medicina, siendo dos veces postulado por sus
pares. Despojado de los recursos económicos que un día consiguió y fatigado por
los efectos de sus graves enfermedades, mantiene su mente impecable. Es un
testimonio de resiliencia. Su receta, eso creo, es su inmutable pasión por lo que
investiga, de entregar en vida su conocimiento científico a quienes más lo
necesitan, la que combina con su profunda espiritualidad y poemas propios, como
en su último libro “tu sonrisa en la fuente”.