¡Allende, Allende, Allende solo Allende!, era el grito bajo el cual
durante años marcharon disciplinadamente las huestes socialistas,
los camaradas del Partido Comunista, los seguidores de la Unidad
Popular, junto a militantes de izquierda radical y sectores populares,
hasta que finalmente el ¨Chicho¨ -así le decían sus amigos- logró
instalarse en La Moneda y sentarse en el sillón presidencial de
O’Higgins para iniciar un gobierno controvertido, de los más
trágicos de la historia de Chile.

Hace más de 50 años el vecino país sudamericano se internó por una
vía de la cual aún no ha podido zafar. En dicha época (año 1971)
Fidel Castro pensaba que la llamada revolución chilena tenía una
clara debilidad ideológica.

Un caudillo atildado
Allende fue un caudillo político tenaz, extremadamente obstinado.
Se propuso ser presidente y lo logró. Campeón de las esperanzas
frustradas quiso ser el conductor único de una ‘revolución con sabor

a empanadas y vino tinto’, no obstante que un sector numeroso de
sus camaradas y compañeros tenía la vista puesta en los cañaverales
del Caribe, muy lejos de los huasos de Santa Cruz, Lontué, Parral,
Sagrada Familia o Quillón; sus adictos preferían vestir el uniforme
verde olivo de los combatientes de Sierra Maestra, antes que usar
poncho y sombrero campesino.
Mientras fue senador nunca le faltaron ganas ni condiciones para
imponerse, pero éstas no serían suficientes para ascender a
‘comandante revolucionario’. A veces, como es sabido, las puras
ganas no son fructíferas.
Demasiado petimetre y atildado, al doctor le gustaba vestir elegante
y deslizarse por los pasillos del Parlamento dejando la estela de su
perfume, para que nadie dudara que era él quien acababa de pasar
por los salones del recinto. Difícil olvidar esa descomunal y
desproporcionada plancha de bronce con su nombre: “Salvador
Allende Gossens, Senador por la agrupación provincial de
Aconcagua y Valparaíso”, período 1961-1969, la que antecedía el
ingreso a su gabinete situado en la sede legislativa de calle
Morandé.
Su sello distintivo fue esa mezcla embrujadora de seducción y
arrogancia que conquistó por igual a damas distinguidas y a obreros
del carbón o de la construcción, quienes creyeron en el contenido

del relato y en el ideario de sus discursos llenos de fuego viril. Es
posible que pasen años y años antes que las generaciones futuras
sean testigos o partícipes de la elocuencia de un tribuno encendido y
convincente como Allende. Con las carencias de compresión
intelectual existentes, -proyectadas en el tiempo-, será un obstáculo
detectar a un caudillo que tenga semejante carisma y talento
retórico.

¿Servirá la lección de Allende?
Para la mayoría de sus partidarios es mejor quedarse con la imagen
mítica del compañero Salvador, ese presidente que al inmolarse
asumió las culpas del ‘fracaso colectivo e individual’, como líder
solitario de una idea de izquierda romántica sin vértebras ni
sustancia medular.
Es complejo e irreverente adentrarse en la psiquis de quien adoptara
una decisión de tal magnitud, pues éste no es el único caso de un
Jefe de Estado que decide acabar con su vida en nuestra América
Latina. Luis Corvalán, secretario general del partido Comunista,
creía que “él lo pensó muy bien, creo que él dejó una lección”.
En 1891 el recordado presidente José Manuel Balmaceda tomó un
revólver y se suicidó en la sede de la embajada de Argentina en

Santiago. También el brasileño Getulio Vargas eligió la muerte por
acto propio en 1954.
¿Cómo no meditar entonces que en el instante del estruendo mortal,
cuando el espíritu del mandatario abandonó su cuerpo, estalló
simultáneamente la historia de un pueblo, fracturando una vez más
el alma en llamas de la República?
Por eso aquel gesto sacrificial de Allende y el martilleo de sus
palabras ese infausto día de septiembre de 1973, repercuten en la
conciencia de quienes no vivieron la época ni sufrieron en su carne
el dolor y las inclemencias de muchos chilenos durante ese tiempo
oscuro de mil días duros. Como dijera Garcia Márquez, la muerte
trágica es la expresión muy triste y muy dolorosa de que nuestra
América Latina cree en los muertos. Creer más en los muertos que
en los vivos ha devenido en un acto necesario de fe y prudencia, si
uno aspira a salvaguardar la plenitud de la vida.