Señala en su nota el Cardenal: “Chile se asfixia porque le falta el aire moral y
espiritual que sostiene la esperanza, un sano optimismo y, sobre todo, una
convivencia auténticamente humana. En materia de migración se apuesta por
garantizar fronteras más seguras para evitar la inmigración ilegal, lo que está bien.
Pero no hay ninguna reflexión de largo aliento sobre el aporte de los migrantes a
la sociedad en amplios aspectos de la vida social y económica del país. Es bueno
y justo tener presente que los sectores más vulnerables de la sociedad tienen
atención médica gracias a profesionales extranjeros, y, en la misma Iglesia,
muchas obras sociales con los más pobres están lideradas por religiosas de
misión en Chile.

Otro ejemplo que amerita una profunda reflexión es la vertiginosa caída de la
natalidad en Chile. Hoy es de 1,1 hijo por mujer fértil, mientras que en los años
60 eran 5. Las consecuencias de esa baja las sufrirán sobre todo los niños.
Muchos de ellos crecerán sin hermanos o sin primos con quienes aprender a
compartir. Más bien, pasarán horas frente a una pantalla sobre estimulados y
reduciendo su creatividad a lo que el algoritmo les vaya dictando. Hay estudios
sobre ello que son muy desalentadores. Serán jóvenes menos reflexivos,
intolerantes a la frustración y animados únicamente por satisfacciones
inmediatas. A eso, según estudios recientes de psiquiatras de la talla de Elías
Arab y Katerina Sommer, se suma una hiper sexualización a edad muy temprana,
cuyas consecuencias son devastadoras a la hora de querer entablar relaciones
humanas maduras y respetuosas del otro. Todo esto derivará en un modo de
pensar muy distinto al que se desarrolla cuando se comparte con los hermanos,
los primos, los vecinos, cuando se crece explorando las piedras, los árboles,
jugando, creando e imaginando junto a otros y no delante de una pantalla, frente a
la cual muchos niños pasan entre 5 a 6 horas diarias. Lo mismo pasa con los
adultos. Es cosa de subirse al Metro, tomar una micro, sentarse en la plaza,
incluso en la propia mesa del hogar y en las reuniones. En ese mismo contexto, se
encuentra el problema de la crianza. Muchos padres tienen dificultades para
educar y ejercer autoridad sobre sus hijos pequeños, e incluso les temen. Es lo
que se comienza a ver también en la escuela, donde los padres ponen su
esperanza para que les ayuden a educar a sus hijos. Sin embargo, es cada vez
más frecuente apreciar que frente a niños y jóvenes más violentos y
desinhibidos, los profesores han perdido terreno. En los últimos años se han
cerrado más de 400 programas de pedagogía. Año a año miles de profesores
dejan las aulas porque se cansaron de alumnos indolentes y de padres que, en
lugar de ayudarlos en la tarea, les hacen la vida difícil porque al hijo “le va mal en
el colegio”. Sobre eso, los candidatos tampoco han dicho una palabra.

Así, los niños se formarán entre adultos, cuidados por sus padres y abuelos, a
quienes ellos probablemente también deberán cuidar más adelante,
especialmente porque la expectativa de vida se ha elevado a 82 años. Lo que será
una tarea imposible, así como poder mantener un sistema de pensiones sólido y
que perdure en el tiempo. A falta de una red de apoyo familiar, cuando esos
niños crezcan buscarán compañía en una mascota y la tratarán como si fuera un
ser humano: la pasearán en coche, le tendrán seguro médico y, cuando se
requiera, la llevarán al psicólogo de animales (etólogo). Cuando los niños se
conviertan en adultos mayores y estén enfermos, la mascota estará a su lado -los
animales son fieles-, pero no podrá darle un vaso de agua, ni mudarlo, ni darle los
remedios. Es posible que, para entonces, la robótica, que avanza a pasos
agigantados, provea robots que asistan a los ancianos y enfermos emulando lo
que haría un ser humano, pero sin alma, como hacer la cama, darle de comer y
los remedios, y limpiarlo. Pero el robot no se emocionará, no llorará por su amigo,
no irá a su velorio, ni menos rezará por él. No le hará un sentido discurso de
despedida.

En los próximos 50 años, la soledad será la mayor de las pobrezas.
Estaremos pagando la cuenta de una sociedad que privilegió el proyecto
individual por sobre el proyecto común de familia, y que castigó a quien
emprendía la aventura del matrimonio y de tener hijos, incluso mirándolos con
mala cara cuando uno de los niños lloraba o saltaba en un restaurante o incluso
en misa. Esa es la realidad. Tendremos muchos bienes y calles ordenadas,
estaremos conectados a las redes, pero estaremos solos, muy solos, manipulados
por quien esté detrás de la pantalla que sabrá todo sobre nosotros. Ante este
nuevo escenario, es una ingenuidad pensar que el gran problema de Chile es
el bajo crecimiento económico o la “permisología”. El asunto es mucho más
profundo: hemos perdido el norte como seres humanos y como sociedad
porque le hemos puesto precio a todo, y hemos calificado a las personas
según las categorías de exitoso o fracasado, ganador o
perdedor. Distinciones meramente materiales a la luz de una supuesta calidad de
vida que habría que lograr a toda costa para “ser alguien”. Es recurrente ver en la
prensa títulos como “cuánto cuesta tener un hijo” o “cuánto cuesta estudiar o vivir
en tal o cual universidad o barrio”. La pregunta sobre cuánto vas a ganar si
estudias determinada carrera se instaló como la más importante. Hoy en Chile es
más relevante saber ¿de qué vas a vivir? que ¿para qué vas a vivir? Los grandes
sueños por lo que se estaba dispuesto a dar la vida, se han cambiado por
darse algún gusto en la vida. Lamentablemente, las universidades se rinden
frente a esta verdadera dictadura, haciendo propaganda y mostrando sus
posiciones en los rankings; en definitiva, alimentando esta nueva forma de vida
que gira en torno al exitismo, a la apariencia y al barrio donde vives. Esta lógica no
tiene límites, la suele alimentar la envidia y siempre todo lo que se posea va a “ser
poco”, porque siempre habrá alguien que tenga más que uno. Un sistema
perverso que sofisticadas estrategias de marketing suelen alimentar con sistemas
muy elaborados.

El Papa León XIV vuelve a recordarnos: “¿Los que nacieron con menos
posibilidades valen menos como seres humanos, y sólo deben limitarse a
sobrevivir? De nuestra respuesta a estos interrogantes depende el valor de
nuestras sociedades y también nuestro futuro. O reconquistamos nuestra dignidad
moral y espiritual, o caemos como en un pozo de suciedad” ( Dilexi Te , 95). No es
casualidad que hoy, como nunca antes, veamos altas tasas de suicidios -entre los
jóvenes es la segunda causa de muerte-, separaciones, desencuentros humanos y
violencia. Todo aquello responde a esa lógica perversa de que hemos sido
creados para competir y ganar, cuando ganar no es otra cosa que consumir más.
Es un círculo sin fin. La ciudad en la que vivimos ya no se distingue de una
pista atlética de alto rendimiento que, además, no tiene código ético
alguno. De hecho, en esa lógica es donde se da con más fuerza la corrupción.
Ejemplos abundan.

La pregunta que nos tenemos que hacer es ¿cómo volver a respirar a todo
pulmón?

Nuestro país sigue esperando definiciones de fondo de orden antropológicas
animadas por valores pre políticos y pre éticos como la dignidad de la persona
humana, la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Es lo que el país
espera de los candidatos a la Presidencia y al Congreso. Pero, lamentablemente,
sólo hay silencio cuando se trata de discutir la dimensión espiritual de la vida, de la
familia como el núcleo fundamental de la sociedad y escuela privilegiada de
socialización. Ni una palabra sobre políticas públicas de largo plazo que potencien
la natalidad, y mucho menos sobre un programa de migración ordenado que acoja
a países con altas tasas de natalidad que buscan nuevos horizontes, como por
ejemplo los de África, Medio Oriente y algunos países de América Latina.
Detrás de aquel panorama sombrío que las cifras avalan, está una concepción
materialista de la vida que claramente fracasó y que se está volviendo en contra
del propio hombre. O nos abrimos a una educación más amplia en el conocimiento
que integre las artes y las humanidades, o fracasaremos como sociedad. Si
somos capaces de generar aprendizajes donde se valore el diálogo y el
reconocimiento del otro en virtud de la dignidad que lleva grabada en su ser,
si somos capaces de emprender el camino de la justicia erradicando la
pobreza material, junto con la espiritual, la afectiva y la familiar, podremos
enmendar el rumbo. Más aún, si hacemos de la sociedad una mesa para todos
donde hay espacio suficiente para cada uno, y si hacemos de cada embarazo una
bendición y no un problema del cual defenderse a toda costa, podremos mirar el
futuro con optimismo.

Pues, si hay algo que podemos hacer quienes creemos en un Dios providente y
bueno, es vivir con esperanza y dar testimonio de la presencia de Dios en
nuestras vidas. Volver a insistir en el carácter creatural del ser humano, que vive
con leyes inscritas en su naturaleza. Leyes que debe conocer, respetar y no
alterar como si fuese dios.  Chile se asfixia, pero puede volver a respirar.
Volver al sentido común y llevarlo a la práctica es el gran proyecto político
que requiere hoy nuestro país. Y, gracias a Dios, aún muchos lo entienden así,
sobre todo los que día a día se levantan en la mañana a trabajar, vuelven a sus
casas a estar con su familia y lo único que quieren es salir tranquilos a la calle y
que “mis hijos sean más que uno”. En 50 años más será tarde”.