Por Jorge Varela
Analista político

¿Ha escuchado alguna vez la expresión “moral de circunstancia” o
“moral acomodaticia”? Se trata de conceptos que significan lo
contrario de una moral ortodoxa o tradicional inspirada en valores y
principios permanentes. La moral de circunstancia es flexible, se
inscribe dentro del ámbito de lo relativo, de lo mutable, se adapta al
entorno de lo contingente: es una moral plástica. Bajo su techo se
amparan sujetos practicantes de comportamientos dudosos, que en
su condición de tales nunca se reconocerán como amorales ni
dogmáticos. El dogma según ellos acusan, es propio de moralistas
ortodoxos.
Sirva este preámbulo para bucear en los vericuetos conductuales de
provocadores que hacen uso malicioso del lenguaje con intención de
capturar la adhesión de audiencias hastiadas de oír promesas y
relatos engañosos durante su trayecto por la vida, pero necias al
momento de decidir su destino.

En nuestra América Latina todavía abundan los malabaristas de la
palabra, verdaderos encantadores de serpientes, magos del apóstrofe
y el insulto, vendedores de ilusión, profesionales del engaño,
charlatanes de barrio, idiotas funcionales, monigotes políticos de
lengua grande y mente pequeña que se sienten poderosos.

En la antigua comarca del lenguaje
En la comarca del lenguaje han habitado muchos cultores de la
oratoria, un arte en retirada. No cualquiera tenía o tiene ese don de
la palabra brillante. Para discursear con profundidad y fluidez era y
es esencial cultivarse, leer, escuchar, dialogar; antaño no había
teleprompters (apuntadores electrónicos) ni dispositivos digitales.
Acá, -en nuestra América-, hubo estadistas de tonelaje,
personalidades elocuentes, líderes de fuste, tribunos de gran
envergadura: José María Velasco Ibarra, Alan García Pérez, Arturo
Alessandri Palma, Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende
Gossens y varios más que no admiten comparación con
determinados ejemplares petulantes y fastidiosos que intentan
imitarles sin merecerlo, sin experiencia ni estatura. Orar no es
sinónimo de horadar; orar es: invocar, implorar, suplicar, pedir,
encomendarse a lo más sagrado del pueblo; es construir un puente
de credibilidad con el ciudadano.

La gente se cansó de la palabra vacía
La oratoria convincente y seductora del viejo líder es solo nostalgia,
recuerdos y silencio. Las redes sociales han apagado aquellos
discursos de fuego mediante diatribas y mentiras mal escritas y peor
pronunciadas. En los medios reina la imagen-basura con su doble
reflejo de luz y sombra, mientras las asambleas partidistas
permanecen frías y vacías.
El avance tecnológico de las comunicaciones, la proliferación de
dispositivos, plataformas y aplicaciones digitales, ha dado paso a
una fase distinta en la relación gobernante-ciudadanía. El tiempo de
los grandes tribunos huyó de las avenidas bulliciosas y de las urbes
asfixiantes.
Si ayer un orador con pretensión de líder quería encantar debía
vestir de soles la palabra y seducir con su gestualidad. Hoy los
falsos profetas, -herederos de la incultura circundante-, ni siquiera
son mirados de reojo cuando aparecen en las pantallas de celulares
y televisores.

La credibilidad perdida
En tiempos modernos, el viejo caudillo orador honesto y
consecuente es un personaje extraño, un espécimen prediluviano en
extinción. Tampoco logra entusiasmar ese agitador de asambleas
estudiantiles devenido en figura actoral desvencijada -‘maquillado a
lo mimo’- diestro en recitar monsergas periódicas, rutinarias y
contradictorias. A este personaje que se esfuerza por lucir como
estrella fulgurante, se le exige -con razón- una dosis alta de
contenido sólido y mucha, mucha, credibilidad. Y esta es
precisamente la carencia mayor de aquel pseudo-ídolo que después
de ser ungido, ya aposentado en el sillón del poder, no sabe cómo
convencer al pueblo que le instaló allí para servir, para trabajar por
el bien general de la comunidad; no para divagar ni para reposar en
‘modo holgazán’.
La gente de esfuerzo se cansó de oír esa prosa poética distractora
que emana de la boca del diletante perdido en su océano de
contradicciones y de escucharle cómo repite cifras y relata cuentos
disfrazados de cuenta pública o de mensaje oficial.

La sociedad de las utopías desquiciadas
En una sociedad de utopías desquiciadas no debiera sorprender que
la ciudadanía sea conducida por personajes que se acostumbraron a
retorcer el lenguaje para mentir, como si fueran jerarcas de viejo
cuño o adolescentes inmaduros con poder. Diosdado Cabello y
Nicolás Maduro son ejemplos vivientes de lo expuesto. No son los
únicos; en estos lares también los hay en abundancia y están cerca.
Un conductor inteligente debiera incentivar los espíritus ciudadanos
para emprender unidos la tarea común, impregnando su discurso de
ideas contundentes. Es imprescindible esa conjunción armoniosa de
pensamiento elevado, contenido claro, emoción auténtica y voluntad
de acción. ¿Será posible recuperar la mística y credibilidad social
perdida? ¿Estos hablantes inexpertos tendrán conciencia de que al
final son victimarios culturales de su propio ser?