Con profundo respeto a los expertos y con franca humildad, me permito reflexionar sobre un par de variables relacionadas con la naturaleza humana que convendría tener presente en los análisis de cómo enfrentar la criminalidad.

La antigua historia del anillo de Giges, narrada por Platón, identifica, con relación a la criminalidad la “invisibilidad” y la “impunidad” como factores permisivos y promotores del delito. ¿Qué pasaría si las personas pudieran delinquir, asesinar, robar, engañar o violentar cualquier norma sin ser vistas, descubiertas ni castigadas? ¿Seguirían teniendo razones para actuar correctamente?

Cuenta la historia que un pastor, Giges, encontró tras una tormenta en el fondo de un abismo un caballo de bronce con un cuerpo sin vida en su interior. Este cuerpo tenía un anillo de oro que el pastor decidió usar.

Giges ignoraba la magia del anillo, pues, al girar la piedra preciosa que lo adornaba lo volvía invisible. En cuanto hubo
comprobado esta magia, Giges, humilde y benévolo pastor, se transformó y la usó para cometer todo tipo de ilícitos en el convencimiento de que la invisibilidad lo protegía y le garantizaba impunidad.

Este mito ha tenido gran influencia en los pensadores, dando a entender que el ser humano hace el bien hasta que pueda hacer el mal, si logra parapetarse en la invisibilidad, en la convicción de no ser descubierto y castigado.

El criminal actúa en la oscuridad, en las penumbras, se enmascara, se oculta. Su temor es ser develada su identidad, que se conozca públicamente su rostro. Sabe, sin embargo, que las normas lo protegen y que la presunción de inocencia juega de tal modo en su favor que incluso cuando la policía lo detiene infraganti osa esconder su rostro de las cámaras sin que la autoridad se atreva a evitarlo.

El exceso de esta garantía ha llevado al absurdo que a sujetos detenidos 10, 20 ó más veces no se le conozca ni identidad ni rostro, quedando la comunidad a su merced cada vez que salen en libertad después de un par de días.

Con el avance de la tecnología es factible salirle al paso a este manto de invisibilidad que promueve la criminalidad, mediante programas computacionales al alcance de la opinión pública, que den a conocer comuna por comuna la identidad y los rostros de los delincuentes habituales, esto es, de aquellos que por su reincidencia es absurdo
estén bajo presunción de inocencia.

Siguiendo las narraciones de Platón, muchos sujetos pensarán dos veces antes de delinquir si sus rostros puedan develarse públicamente ante la ciudadanía.

Sin duda surgirían voces arguyendo que lo anterior implicaría transgresión a los derechos humanos del delincuente. Pero, si los derechos humanos más esenciales son el derecho a la vida, a la integridad física, psíquica y moral, a la libertad en sus diversas manifestaciones, a la propiedad y a la dignidad, ¿no es justamente el delincuente quien atenta día a día contra ellos? ¿No tiene la ciudadanía el derecho a conocer la identidad y los rostros de estos delincuentes?

La invisibilidad conduce a la impunidad. El sujeto percibe que el costo, esto es, una pena o sanción, es mínimo, en comparación con los beneficios o ganancias de su ilícito. El narco crimen y el crimen organizado, a diferencia de algunos delitos como los de naturaleza pasional, son de carácter económico y son los que están poniendo en
jaque a la sociedad.

Se trata de empresas criminales que se rigen por la conocida fórmula económica R-R, Rentabilidad y Riesgo. La rentabilidad de una encerrona o un portonazo por un vehículo de altagama de 60 millones de pesos vale la pena si los autores serán detenidos por sólo un par de días, sin que la opinión pública ni siquiera sepa quienes fueron, lo que obviamente los incentiva a reincidir cuantas veces puedan. Esta práctica delictual se multiplica en el ámbito del narco crimen, en que la R rendimiento es multimillonaria comparada con lo exiguo de las penas.

En otras palabras, la R riesgo no es un óbice en Chile para que el criminal desista de su conducta ilícita. El criminal conoce el sistema garantista que existe en el país, especialmente en el orden judicial, y opta entonces por asumir los bajos riesgos frente a los cuantiosos beneficios que le reporta el crimen.

Distinto sería el riesgo para el delincuente bajo un estado de excepción constitucional si, por ejemplo, en el caso de extranjeros ilegales miembros de organizaciones narco criminales se les detuviese en recintos militares totalmente aislados, incomunicados y por tiempo indefinido, requisándoseles todas sus pertenencias financieras, amén
de publicitar por las redes identidades y rostros. Evidentemente, el riesgo de delinquir sería una señal rudamente disuasiva para muchos que, en el presente, ven a nuestro país como un paraíso para el
crimen y el tráfico ilegal.

Ciertamente ante medidas como las señaladas los defensores de la criminalidad alzarían la voz denunciando transgresión a los derechos humanos. Pero, nuevamente, ¿no son los delincuentes comunes, especialmente los narcos criminales quienes con sus abyectos crímenes tienen en jaque los derechos humanos de la ciudadanía?

En resumen, ante la invisibilidad e impunidad da la impresión de que la institucionalidad democrática está siendo sobre pasada, que es débil e incapaz de enfrentarlas con eficacia, corriéndose el grave riesgo de que la desbordante criminalidad contamine, corrompa y termine por socavar irreversiblemente a nuestra sociedad e instituciones sino se actúa con drasticidad y a tiempo.