Muchas son las organizaciones de la sociedad civil que hacen esfuerzos en la línea
de apoyar la labor de cuidadores y cuidadoras de personas afectadas por
Alzheimer. Entre ellas, debe destacarse el trabajo del Dr. Ricardo Maccioni,
científico chileno nominado al Premio Nobel que lleva más de 50 años dedicado a la
investigación del Alzheimer. A través de la fundación que lleva su nombre, ha
decidido pisar fuera del laboratorio y atender realidades políticas contingentes.
Desde las instituciones y labores de las cuales es parte junto a su equipo, el Dr.
Maccioni ha llevado sus logros fundamentales al aporte de la medicina mundial a las
comunas de nuestro país e incluso, fuera de Chile. El descubrimiento de la Proteína
Tau y la invención de la Teoría de la Neuro inmunomodulación, ambos pilares
fundamentales para explicar las causas del Alzheimer y cómo podemos prevenirlo,
han sido promovidos mediante un lenguaje sencillo mediante la entrega de diversas
herramientas a cuidadoras y cuidadores de personas afectadas por Alzheimer,
como kits para ayudar en la búsqueda de personas afectadas por Alzheimer que
desaparecen de sus hogares, le entrega gratuita de cupos a municipios para que
sus ciudadanos se realicen pruebas de detección temprana del Alzheimer y
similares. Pero, ¿por qué el foco en cuidadores informales es una cuestión tan
relevante?

Asumir la responsabilidad de cuidar a una persona afectada por Alzheimer u otra
demencia lleva de suyo, por la naturaleza médica de la enfermedad, asumir, si se
quiere, un grado de responsabilidad en tres niveles paralelos: primero “soy” por el
otro, que a ojos del estigma que recorre a las demencias ya no “es” por sí mismo,
sino que requiere serlo mediante un tercero (un tutor legal, por ejemplo, que suele
ser la cuidadora o cuidador), en un segundo nivel, reemplazo a ese otro en aquello
que ya no puede realizar, sus efectivas limitaciones físico-neurológicas (como
facilitar tareas de higiene diarias), y en tercera instancia, completo el vínculo entre
ambos asumiendo la responsabilidad total de la relación entre mi yo y la persona
afectada por dicha enfermedad, quien tampoco puede ya responderme como sujeto
activo en la interacción de nuestra relación humana (a veces, algo tan humano
como no poder darme las gracias).

Esta triple interfaz conlleva también un triple desafío para quien decide asumir esta
tarea. Peculiarmente, a diferencia de otros conjuntos de enfermedades, dicho
desafío se extrapola a cada una de las esferas o núcleos de la estructura social: el
yo, que en este caso viene a interactuar con la persona afectada por Alzheimer,
asumiendo la carga emocional y afectiva de quien usualmente ya no puede retribuir

el tiempo, cariño o atención otorgada (recordando que quienes cuidan
informalmente a otros suelen ser familiares de la persona afectada por la
enfermedad), el hogar en relación con la familia, donde se debe convivir con la
dificultad de rearmar el engranaje familiar y redistribuir labores, y en última instancia,
la persona afectada por Alzheimer junto a mí en interacción con la sociedad, la polis,
la ciudad, que arremete contra ella por considerarle -erróneamente- un sujeto
inválido carente de toda lucidez.

Siendo el cuidado de una persona en estas condiciones un requerimiento que la
mayor parte de las veces es a tiempo completo, el resultado es un descuido total de
los cuidadores; proyectos de vida que ya no llegarán a completarse, caídas en tasas
de empleabilidad que estadísticamente derivan en la imposibilidad de reinserción
laboral (considerando, además, que cuidar sigue siendo un problema de género
oculto entre telones), detrimento de la salud mental y física y una carencia de
posibilidad de ejercicio de derechos de quien cuida informalmente -es decir, de
manera no profesional-, todas cuestiones que no deja de incomodar en un país
donde hasta el día de hoy, no se reconocen derechos a quienes cuidan a otros.
Quien asume el rol de cuidar a otro en estas condiciones adopta una postura
neoestoica y cognitivista, igual como lo haría un profesional de la salud: se cultiva
una visión ontológica que mira al otro como un sujeto pleno en valor, pero frágil y
vulnerable. El fundamento del cuidado yace aquí en contemplar que esa debilidad
ontológica permite reconocer, antes que todo, que esta persona que requiere mi
cuidado es un sujeto sagrado, inviolable. Sin embargo, a diferencia de un
profesional de la salud, la cuidadora o cuidador informal ignora la manera en que
otro debe ser cuidado en estas condiciones, ¿cómo le mantengo inviolable en esa
fragilidad? El Alzheimer abofetea de pronto y la inviolabilidad se complejiza con el
correr del tiempo. La fragilidad ya no es suficiente para mantener lo sagrado; nadie
nos enseñó a cuidar a una persona con Alzheimer. ¿Quién me cuida mientras cuido
sin siquiera saber cuidar?

En una lógica maternal, la sociedad ha ignorado que cuidar no es una obligación.
Prestar atención es agotador, exige poner entre paréntesis el yo, mi existencia, mis
deseos y manifestaciones. Hasta los psicólogos son cuidados por otros psicólogos.
Y atribuir el cuidado a los entes femeninos martilla bajo tierra una realidad
insostenible; cuidar a una persona afectada por Alzheimer en Chile es hoy una labor
indigna, especialmente si lo hace una mujer en solitario y sin recursos, el que es
triste y estadísticamente el escenario más común en nuestro país.
Como decía Heidegger, comprender es algo que siempre está emocionalmente
localizado. La sensibilidad me expone al otro y es en ese reconocimiento de mi
emocionalidad donde discurre el sentir. Muchos identifican el cuidado con el
sentimiento. Pero ese sentimiento está socialmente impregnado por una errónea
concepción de imposiciones que nadie puede afrontar solo cuando no sabe cuidar a

alguien con Alzheimer y que solamente debería hacerlo cuando lo ha decidido,
aprendido, y no por la exclusiva razón de que no exista nadie más dispuesto a
asumir el rol. Tal vez esto sea lo más indigno de toda la labor de cuidar
informalmente.

Chile demanda un giro cultural y político en la manera en que se concibe a
cuidadoras, cuidadores y personas afectadas por Alzheimer y otras demencias. Que
una hija cuide a su madre con Alzheimer no es justificación para que el resto de
nosotros crea que está bien porque lo ha hecho por amor y luego pasemos de largo
y continuemos nuestro camino sin perturbarnos. La experiencia empática no es
mero sentimentalismo irracional; sentir al otro, como lo hace una hija con su madre,
es también una valoración contextual de aquello que sucede. Esa hija ha valorado
que en ese contexto, nadie más ayudará a su madre a afrontar la enfermedad. La
justicia y los derechos también son una forma de valoración contextual. ¿Nos
seguirá pareciendo socialmente justo imponer el cuidado de las madres con
Alzheimer a sus hijas que no saben cuidar y que estas abandonen su vida por ello?
¡Por ningún motivo! La compasión tiene siempre implicaciones éticas y políticas,
¿cuánto más callaremos esto en la discusión pública? Quienes cuidan a otros
también requieren cuidados. Ese tipo de cuidado democrático es siempre tarea de
todos.