Jorge Varela
Analista político
Gabriel Boric y sus fans se dieron su gusto, algo propio de adolescentes
impetuosos y locuaces: conmemorar a su manera los 50 años del quiebre del alma
de Chile; tan solo unos días en medio siglo o, si se prefiere, en un lapso de 18.262
días (incluidos algunos adicionales correspondientes a los años bisiestos del
período 1973- 2023). Era lo que tenían guardado hacía tiempo en sus corazones
rojos. El ritual de la división El proyecto consistía en acoger en casa a políticos
extranjeros que beben de la misma fuente doctrinaria, recurrir a la dialéctica
hegeliana, aprovechar el material sobrante de eventos anteriores, recitar versos
distractores, invitar a artistas de izquierda e improvisar frases entrecortadas para
encubrir fallas de solidez argumental, de modo que nadie advirtiera cuando las
ideas se transforman en liebres huidizas; a veces suele ocurrir que las redes
neuronales se desconectan y la mente resiente los efectos del apagón sináptico.
Esta era la primitiva intención ritualística y todo ella se cumplió sin ponderar si el
resultado contribuía a dividir aún más a los chilenos. Al final fue la culminación de
otro ciclo de campaña electoral oficialista financiado con recursos de un Estado en
situación económica deficitaria, bajo la mirada gráfica impactante de los cristales
rotos de aquel hombre que murió abandonado por sus compañeros de utopía
teniendo plena conciencia de la soledad en que le habían dejado. ¿Y ahora qué?
En tres meses más los chilenos tendrán que pronunciarse a favor o en contra de
un nuevo texto constitucional en fase de gestación, elaborado con elementos que
podrían ser no digeribles para un sector del cuerpo social y provocar un cuadro
obstructivo de riesgo para la convivencia pacífica. ¿Qué hará entonces quien dice
habitar la presidencia? En la comarca del nunca más El pensamiento rígido ha
penetrado de modo tan incisivo las redes neuronales y las mediáticas que un
abstracto y genérico “nunca más”, -por ejemplo-, ha ascendido a la categoría de
juicio superior máximo impuesto a martillazos sin raciocinio ni reflexión previa. Del
silencio de los confesionarios a la diana de los cuarteles, pasando por calles,
plazas, estaciones y vehículos de transporte, mercados, recintos deportivos, sedes
políticas y públicas, tribunales, hospitales, aulas, medios comunicacionales,
espacios de encuentro, hogares, el ‘nunca más’ es parte del aire que se respira.
Este “nunca más” propio de personajes que sienten como sus culpas les
carcomen por dentro para terminar actuando como si fuesen pequeños dioses
trogloditas compuestos de fango y estiércol, es el generador de reacciones
conductuales que podrían revestir características oscuramente agresivas, si la
razón no interviniere a tiempo. La ‘verdad única’ y el ‘nunca más’ se han
convertido en factor de inspiración estratégica-táctica para políticos convencidos
que el mundo es una comarca sujeta a dominio exclusivo y excluyente, una isla
donde no habría más seres pensantes. Ellos serían los únicos moralistas neo-
kantianos vivientes llamados a pontificar acerca de las intuiciones morales
comunes.
La realidad de la vida Si el “nunca más” prevaleciera in aeternum como imperativo
categórico abstracto no sería posible avanzar en dirección hacia el progreso y en
varias áreas de la actividad humana ni siquiera sería posible volver a crear con
libertad plena. Por eso, no repita la frase “nunca más”; es como si afirmara: “nunca
tropezaré”, “nunca me voy a caer”, “nunca erraré”. Incluso usted podría mientras
marcha por las calles contagiado de euforia gritarle a otros: “¡nunca más!”, “¡nunca
más!”, y luego al regresar disfónico a casa percatarse que está es una frase que
condensa toda la energía del deseo bruto, signo de una pasión desbordada que al
final confluye en delirio e impotencia, de esas pasiones que chocan contra la
realidad de la vida y los fundamentos de la evolución creadora. Respire hondo
entonces, cuando escuche ese grito que pareciera cubierto de moralidad; no lo
eluda, enfrente las contingencias y desafíos de la vida con dignidad y fortaleza,
con serenidad y entereza. Procure que su voluntad sea la mejor expresión de los
principios internos que anidan en su conciencia moral, esos que no se ven.
Hay toda una democracia por hacer Volvamos a lo principal: una Constitución, en
tanto norma fundamental, es esencial para definir la estructura política-jurídica
institucional de un país que requiere armonizar las funciones del Estado con la
satisfacción de los derechos y necesidades de todos sus habitantes, mediante un
sistema normativo fundado en la dignidad de la persona, en la vida, en la libertad y
en la consecución del bien general. Un mínimo de responsabilidad ética obliga a
respetar la legitimidad democrática de lo que sea aprobado de acuerdo a la
normativa vigente, aunque ello pugne con las posturas ideológicas de sectores
dogmáticos que se autoproclaman tradicionalistas, conservadores, cristianos,
laicos, reformistas, progresistas, liberales, marxistas, revolucionarios, o
moderados. La verdad social no es pertenencia única y exclusiva de un proyecto o
de varios proyectos históricos concretos. Si algo no fortifica los pilares de la
democracia que se intenta construir es precisamente todo fundamento ideológico
devenido en pensamiento absolutista. Cuánta razón tuvo Albert Camus cuando
escribió: “la democracia, la auténtica, tenemos que hacerla. Y la haremos dentro
del orden, del auténtico, el de un pueblo unánime y resuelto a sobrevivir, en el que
cada cual reciba el sitio que le corresponde”. (“La democracia por hacer”, periódico
“Combat”, 2 de septiembre de 1944)