El conocido escritor y columnista Rafael Gumucio ha escrito en diario digital Ex
Ante, una interesante columna referida a la elección del diputado Gaspar Rivas
como Vicepresidente de la Cámara de Diputados. El texto es el siguiente
“Ponderado, ecuánime, que dé garantías a todos los partidos y opiniones que
conviven en el Parlamento: Esas son las cualidades ideales que debería tener un
vicepresidente de la Cámara de Diputados. Ninguna de esas cualidades las
cumple, ni de cerca, el diputado Gaspar Rivas. Los ojos siempre terriblemente
abiertos, sin sombra de pestañeo, la mandíbula siempre apretada, el pelo
inconmoviblemente erguido, pronunciando siempre que puede con todas sus
sílabas los insultos más soeces. Gaspar Rivas ha hecho lo posible y lo imposible
para lograr que nadie confíe en él. Y, sin embargo, ha fracasado en ese único
intento. Un fracaso que ha sido, por lo demás, su único e irrebatible éxito.
En su ya no corta vida política, ha sido dos veces diputado por Renovación
Nacional y una por el Partido de la Gente, fundando y abandonando entre medio
otro partido más, el Movimiento Social Patriota, de inspiración indudablemente
neofascista. Ha insultado, vejado, y abjurado de las directivas de todos los
partidos en que ha militado. Todo ello no le ha impedido morder el hecho de él ser
parte de la directiva.

Díscolo entre los díscolos, Rivas no es de derecha ni de izquierda, sino todo lo
contrario. Solo se puede predecir que no hará nada de lo que se puede esperar de
él. Todos antecedentes visibles, y conocidos que llamaban a no regalarle, como le
regaló nuestro creativo ministro Secretario General de la Presidencia, la
vicepresidencia de la Cámara. Apurado por darle algo a los desengañados
comunistas, el ministro consiguió para Karol Cariola una presidencia que, gracias
al costo que pagó por ella, resulta completamente intranscendente.
Ser loco es muy distinto a ser tonto. Quizás es eso lo único que podamos
aprender de este episodio. Es la lección que Franco Parisi no acaba de asumir: No
se puede estafar a un paranoico. Parisi, experto en vender todo y cualquier cosa,
hierve entonces de rabia desde su exilio norteamericano porque Rivas es mucho
mejor que él a la hora de negociar.
Lo que no acaba de entender Parisi es que Rivas tiene, a diferencia del propio
Franco, ideas y obsesiones propias que conducen sus aparentes inconsecuencias.
Una visión de su vida y del mundo como una epopeya sangrienta, como una lucha
de todos contra él, en que, de alguna manera, involucra a Chile entero. Una pelea
infernal y sin descanso por declararle la guerra a todos para conseguir, quizás,
una escasa paz consigo mismo en los escasos momentos en que no da
conferencias de prensa.
Rivas tiene muchos defectos, pero nadie podría reprocharle no ser sincero. Así
cree sinceramente que todos los problemas de Chile se resuelven encontrando
unos malos, muy malos a los que echarles la culpa de todo. Sheriff que cree que
una estrella de plástico, de esas que se compran en un bazar, equivalen a un par
de pistolas. Se ve a sí mismo como un justiciero que sería al mismo tiempo un
llanero solitario.
La “lacra” y “la casta” entran en el mismo mapa del mundo en que todo se
resuelve disparando injurias e imputaciones, protegido, por cierto, por el fuero
parlamentario. Abrazado a algún peluche de preferencia azul, Rivas es un niño
que juega demasiado en serio para conseguir la ternura que su orfandad debería
conseguir. Pero es también alguien que toma en serio esto de estar por encima de
la derecha y la izquierda, es decir más allá del bien y del mal.
Alguien que cree en esta tercera posición, esa que quiere al mismo tiempo orden y
destitución, que odia al mismo tiempo a los privilegiados y los marginados para
darle razón a los prejuicios del “hombre común”, el provinciano que ve a los
capitalinos como enemigos que se burlan de él, el suburbano que ve el centro de
la ciudad como una conspiración, el semi culto que odia tanto a los completamente
incultos como a los enteramente leídos.
No a otros les hablaba un veterano de guerra en una cervecería de Múnich. La
gente supuestamente sensata iba a verlo despotricar como quien va a ver a un
malabarista hacer trucos. Lo mismo hicieron no pocos productores de televisión
entrevistándolo. Cada vez ponían a un economista delirante de peinado raro, o a
un militar que había tenido la mala idea de intentar un golpe de estado sin apoyo
de su alto mando. El chiste resultó y resulta y resultará siempre caro a los que lo
intentan.
Pero algún vértigo no puede impedirnos, a pesar de todas las advertencias,
intentar de nuevo subirnos a la montaña rusa. Después de todo, nada suspende
mejor el juicio que el vértigo. Y el vértigo de saber qué hará Rivas desde la testera
del Parlamento es lo único que disculpa la locura de ponerlo ahí”.