Por Financial Times
La Franja de Gaza constituye un paisaje de ruinas. Dos años de enfrentamientos
con el Ejército israelí han dejado un territorio devastado y una población exhausta.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 84 % de
la infraestructura gazatí ha sido destruido, con zonas donde la devastación
alcanza el 92 %. El balance humano es aún más sobrecogedor: más de 67.000
muertos, 170.000 heridos —de ellos, 40.000 con secuelas incapacitantes— y
5.000 niños que han sufrido amputaciones. A esa tragedia se suman unos 14.000
cuerpos que continúan bajo los escombros, imposibles de recuperar.
La magnitud del desastre no tiene precedentes en un territorio ya golpeado por
bloqueos y guerras sucesivas. Jaco Cilliers, representante especial del PNUD para
los palestinos, estima que reconstruir Gaza costará unos 70.000 millones de
dólares —unos 60.400 millones de euros— y llevará al menos quince años. Los
cálculos del organismo, elaborados con la colaboración de la Unión Europea y el
Banco Mundial, subrayan la urgencia de movilizar 20.000 millones de dólares en
los próximos tres años para garantizar la supervivencia de 2,1 millones de
gazatíes.
Sin embargo, los fondos llegan con cuentagotas y la ayuda humanitaria sigue
siendo insuficiente. “Hay pocas zonas de Gaza que no hayan sufrido daños por los
bombardeos israelíes antes del alto el fuego”, advierte Cilliers desde Ginebra. En
las últimas semanas, el PNUD ha comenzado a distribuir suministros médicos y
agua potable, además de coordinar la eliminación de escombros, una tarea que
podría ocultar explosivos. “Ya hemos movido 81.000 toneladas en unos 3.100
camiones”, señala el funcionario, que también menciona la limpieza de hospitales
y centros sociales.
La tregua entre Israel y Hamás ha permitido una ligera mejora en el flujo de
suministros, pero aún muy por debajo de lo previsto. Varios pasos fronterizos
siguen cerrados y el acceso de ayuda internacional continúa limitado. En ese
contexto, la comunidad internacional se debate entre el impulso solidario y la
incertidumbre política sobre quién y cómo debe dirigir la reconstrucción.
Un plan que suscita polémica.
El expresidente estadounidense Donald Trump ha puesto sobre la mesa un plan
que ha suscitado polémica. El texto, filtrado a la prensa, propone una
administración tecnocrática palestina supervisada por un organismo internacional
presidido por él mismo y en el que participaría el ex primer ministro británico Tony
Blair. El documento sirvió de base para las negociaciones entre Israel y Hamás
que desembocaron en el alto el fuego y en los primeros acuerdos de intercambio
de rehenes.
La iniciativa de Trump pretende canalizar la reconstrucción bajo una dirección
centralizada, con participación internacional y un enfoque de “gobernanza
eficiente”. Sin embargo, para muchos analistas y diplomáticos, la propuesta
plantea un dilema ético y político: ¿puede una estructura tutelada desde fuera
garantizar la soberanía palestina? ¿O corre el riesgo de convertir Gaza en un
protectorado sin autonomía real?
El dilema no es nuevo. Desde los Acuerdos de Oslo, la comunidad internacional
ha intentado equilibrar la ayuda económica con el reconocimiento político. Pero
cada reconstrucción —la de 2009, la de 2014, la de 2021— ha chocado con el
mismo muro: la falta de un marco político estable. En palabras de un funcionario
europeo consultado por el Financial Times, “no hay reconstrucción posible sin
horizonte político, porque reconstruir un territorio ocupado es, por definición, una
tarea temporal”.
El propio PNUD ha subrayado que la reconstrucción no puede limitarse a levantar
viviendas y carreteras. “Es un proceso que implica restaurar los medios de vida,
los servicios básicos y la esperanza de la población”, explicó Cilliers. Las
autoridades locales, pese a sus escasos recursos, tratan de organizar la retirada
de escombros y la recuperación de servicios esenciales con ayuda de
organizaciones internacionales. Pero la magnitud del daño es tal que cualquier
intento de recuperación sin un marco político y logístico coordinado se vuelve casi
simbólico.
En juego, el futuro de más de dos millones de personas
El interés de posibles donantes, entre ellos países árabes del Golfo y miembros de
la Unión Europea, apunta a una cooperación inédita. Pero el reto no es solo
económico. Lo que está en juego es el futuro de más de dos millones de personas
confinadas en un territorio arrasado. Las estimaciones del PNUD indican que, sin
una apertura total de los puntos de acceso a Gaza, la entrada de materiales y
suministros será insuficiente para iniciar la reconstrucción a gran escala.
Las imágenes de familias buscando entre las ruinas a sus muertos se han
convertido en el símbolo de una guerra que ha dejado una herida abierta. La
devastación de Gaza interpela a la comunidad internacional y a los propios actores
del conflicto. El alto el fuego, aunque frágil, ofrece una oportunidad mínima para
evitar una nueva espiral de violencia. Pero esa oportunidad puede desvanecerse
si la reconstrucción se percibe como una imposición externa o una maniobra
política.
La experiencia demuestra que la eficiencia tecnocrática no sustituye a la
legitimidad política. Un modelo de gestión controlado por potencias extranjeras
puede acelerar la llegada de fondos, pero difícilmente consolidará una paz
duradera si no respeta la autodeterminación palestina. Gaza necesita
reconstrucción, sí, pero también necesita dignidad. Y esa dignidad pasa por que
su reconstrucción no se convierta en un experimento tutelado, sino en un proceso
compartido y soberano.
El mundo mira a Gaza con una mezcla de compasión y fatiga. Pero cada cifra
—cada tonelada de escombros, cada niño amputado, cada familia sin hogar—
recuerda que la reconstrucción no será solo una cuestión de dinero. Será una
prueba moral de hasta qué punto la comunidad internacional está dispuesta a
reparar lo que durante años permitió que se destruyera.








