El Estado tiene dos acepciones fundamentales, una sociológica y otra ideológica.
La Primera es la definición como “Monopolio de la violencia legítima” y la segunda
lo presenta como “Garante del bien común”.

Asumiendo la teoría de Mario Góngora sobre el Estado en Chile, nacido de la
guerra y forjador de una nación que representa el mestizaje histórico-cultural de la
patria desde el encuentro hispano-indígena hasta las inmigraciones europeas y
árabes. Ese Estado ha experimentado diversas crisis que responden a los
procesos de formación y consolidación del Estado y de la sociedad chilena, sufrida
por las injusticias y por conflictos ideológicos. Uno de estos conflictos fue el
enfrentamiento entre lo que fue el Estado liberal nacido de la constitución de 1925
y el intento de su transformación por diversas versiones socialistas como la de
1932 de corte nacional y la de 1970 a 1973 de inspiración marxista. Una mención
especial fue el intento democristiano entre 1964 y 1970 por orientar las políticas
públicas hacia la construcción de una sociedad comunitaria.
Lo importante surge en las últimas décadas con la creencia económica de que el
Estado debe prescindir lo más posible de cualquier responsabilidad social, lo que
fue siendo cuestionado desde 1990 en adelante por el intento de revalorizar el
papel social del Estado. Este conflicto, si bien se ha centrado a nivel ideológico, en
términos prácticos ha ido siendo mitigado por la necesidad de generar pilares
solidarios para el sistema de pensiones entre otros. En este contexto, en los
últimos años ha surgido un falso dilema entre Estado subsidiario y Estado social,
por cuanto el segundo también se rige por el principio del primero. El problema
surgió cuando referentes del gremialismo impusieron una interpretación negativa
de la subsidiariedad, contraria a lo que el mismo Jaime Guzmán había
establecido. Dicha interpretación negativa de la subsidiariedad fue acogida
también por elites de la concertación. Esta interpretación, para ser justos, ayudo a
la creación del falso dilema expuesto anteriormente.
No obstante, lo anterior, el principal problema surgió desde el inició de los 2000
hasta la actualidad, cuando se intensificó la creencia de que el ejercicio del
monopolio de la violencia legítima atentaba en sí mismo contra los derechos
humanos, debilitando al Estado de derecho. Por lo tanto, los gobiernos empezaron
a prescindir del Estado en materia de seguridad, divorciando el deber asistencial y
subsidiario del Estado del deber policial, lo que ha deteriorado el peso del Estado
en la vida social de los chilenos en general, porque si bien las personas pueden
recibir algunos beneficios sociales en términos específicos, las condiciones
generales de la convivencia social se han malogrado. Esto es así hasta tal punto
que la violencia sociopolítica, el terrorismo, el crimen organizado y la delincuencia
común no encuentran respuesta efectiva del Estado por cuanto los gobiernos han
decidido prescindir en términos reales del aparato estatal para garantizar la
seguridad de la población. Tal situación ha devenido de una inversión de los

valores de la clase política al considerar el efectivo ejercicio del monopolio de la
violencia legítima como violación de derechos humanos, desnaturalizando e
instrumentalizando el correcto uso de dicho cuerpo doctrinario. Tal visión niega
toda la correcta doctrina de los derechos humanos en tanto cuanto sólo son
violados cuando existe una política del Estado que se elabora para tal fin.
Lamentablemente, elites políticas y comunicacionales asumieron, por diversas
razones, la corrompida perspectiva ideológica. Tal visión consolida la escisión
entre Estado y sociedad, donde los gobiernos se convirtieron en administraciones
del campo de tensiones sociales, donde el Estado dejó de ser la expresión
institucional máxima de la República, llegando a ser sólo una caja de fondos
públicos. Tal realidad es producto de elites políticas buenas para los negocios,
mas no para el servicio público, así como producto de la vendetta ideológica y del
oportunismo de los partidos políticos, mas no del bien común.
Finalmente, el punto culmine de dicha visión fue la propuesta de nueva
constitución donde se propone el desmantelamiento del Estado-Nación chileno
con todas las implicancias aledañas a ello. Tal propuesta ignoraba al Estado
chileno como forjador de nación, aludiendo a la existencia de naciones previas
como actores constitutivos de Estado, lo que se explicaba por la construcción
ideológica de un sujeto revolucionario subalternista que respondiera a la dialéctica
hegeliana amo-siervo y a la dialéctica marxista burgués-proletario, en el caso
nuestro sería chileno-indígena.
La noción “plurinacional” se usó como soporte de un eventual régimen
protototalitario que se legitimaría en el futuro a través de la homogenización
estatal de la fragmentación social, identificando así Estado con pueblos y, por la
tanto, el nacimiento de una nueva nación o “postnación.”
La pretensión de homogenización es la contraparte totalitaria a la formación
republicana del Estado que asume la historia cultural de la nación chilena, nación
de una cultural no de varias culturas, porque lo que hace el Estado chileno es
forjar una nación de una cultura rica en mestizaje.
Entonces, cuando los gobiernos prescinden del Estado para garantizar la
seguridad, es impedir el derecho de la nación chilena, no sólo a vivir en paz, sino
que a vivir como nación cohesionada, lo que hace impracticable el bien común
nacional.
Por lo tanto, ante los enemigos sociológicos del Estado que niegan el hacer valer
el monopolio de la violencia legítima y los enemigos ideológicos del mismo que no
lo creen como garante del bien común, la nación chilena debe reconocerse como
comunidad históricamente forjada por un Estado que ningún gobierno tiene el
derecho de desconocer y, principalmente, de prescindir.