Por Jorge Heine
En las últimas semanas, la situación de Venezuela ha estado en
el candelero, y por buenas razones. Lo que ha pasado casi
desapercibido, sin embargo, es una tragedia mucho mayor en
otro país hermano, que también cuenta con una fuerte
comunidad de inmigrantes en Chile: Haití.

La espiral de violencia y disfuncionalidad que aqueja al país de
los jacobinos negros ha llegado a niveles nunca vistos. El
renunciado primer ministro de facto, Ariel Henry, después de
viajar a Kenia para formalizar un acuerdo para el envío de un
contingente policial keniano a poner orden en Haití, no pudo
volver a su propio país porque las pandillas que controlan el
territorio también controlaban el aeropuerto de Puerto Príncipe,
y exigían su renuncia.

Según la ONU, 4.000 personas han sido asesinadas por las
pandillas en Haití en 2023, y otras 3.000 han sido víctimas de
secuestros. Las violaciones están a la orden del día. Las
personas no se atreven a salir a la calle. Se estima que en el
país existen unas 200 pandillas, con unas veinte en Puerto
Príncipe. Sus jefes dan conferencias de prensa y pontifican
sobre lo que debería hacer el gobierno que suceda al de Henry.
El Estado haitiano se cae a pedazos, y la sociedad se enfrenta
de lleno a lo que es vivir sin Dios ni ley, en una especie de
vuelta al estado de Naturaleza. Haití hoy encarna lo que es un
estado fallido en su más prístina expresión.

Se ha pedido la intervención de la comunidad internacional para
poner orden. Sin embargo, ante esta enorme tragedia humana,
la reacción en la tan mentada “comunidad de las Américas” ha
sido de un silencio ensordecedor. En un continente en que el
cierre de una emisora de radio en algún pequeño país lleva a
fuertes denuncias y manifestaciones callejeras, la muerte de
miles de haitianos como resultado de este estado de cosas es
aceptado con una ecuanimidad digna de mejor causa. Dos
países que han jugado un papel clave en la historia de Haití, los
Estados Unidos y Canadá, se lavan las manos y miran al techo
—a lo sumo, dicen, pondrían algunos recursos para que otros se
hagan cargo de intervenir-. En algo propio del teatro del

absurdo, Kenia ofreció enviar un destacamento de 1.000
policías, pero la Corte Suprema keniana se pronunció en contra
de ello. Tercerizar intervenciones no es fácil.

Chile jugó un papel clave en Minustah, la misión estabilizadora
de la ONU que estuvo en Haití en 2004-2017. El gobierno del
Presidente Boric dice que los derechos humanos son un eje
clave de su política exterior. No hay mayor tragedia en las
Américas hoy que la de Haití.

¿No sería ésta una gran ocasión para materializar una misión
conjunta entre Brasil, Chile y Colombia, aunando fuerzas entre
los gobiernos progresistas de la región, algo que tantas
esperanzas había despertado? ¿Va Chile a hacer algo concreto
al respecto, o también se va a lavar las manos como Poncio
Pilato?