Fernando Chomali
Cardenal Arzobispo de Santiago

Resulta particularmente preocupante que muchas de las personas involucradas en
hechos éticamente cuestionables posean altos niveles educativos y pertenezcan a
círculos donde se concentran el poder y la generación de redes El descuido en el
desarrollo de las virtudes y la pérdida del sentido de la vergüenza y el honor, nos
han sumido en una degradación moral de proporciones alarmantes.

Estamos transitando de una democracia, que tanto costó consolidar, a una cleptocracia.
Las licencias médicas fraudulentas de hoy se suman al cohecho, al tráfico de
influencias, al amiguismo y al despilfarro de bienes públicos, a la evasión
tributaria, a la estafa y a tantos otros males, de ayer. Mañana algo más saldrá, qué
duda cabe. La crisis no se detendrá mientras no seamos capaces de construir
entre todos un proyecto común de sociedad, no desarrollemos un sentido
renovado de la ética como criterio fundamental para la toma de decisiones y no
infundamos un respeto genuino por lo público y lo comunitario. La ausencia de
esos tres elementos ha generado una mentalidad individualista donde prima la
búsqueda del máximo beneficio personal, incluso en detrimento del bien común.
Dicha mentalidad no surge de improviso, sino que se fragua en una sociedad que
ha confundido los medios con los fines. En otras palabras, el dinero ha dejado de
ser fruto del trabajo bien hecho para convertirse en un fin en sí mismo.
Paralelamente, el trabajo ha perdido su dimensión humanizadora –de hacernos
crecer como personas y contribuir a la sociedad–, para reducirse a una carga que
hay que soportar, procurando hacer lo mínimo y recibir lo máximo. La falta de
motivación y de una verdadera pasión por el trabajo explica, en gran medida, el
ausentismo laboral y las licencias médicas fraudulentas. Quien encuentra sentido
en su trabajo, quien lo concibe como una forma excelsa de contribuir al bien
común y de crecer como ser humano, difícilmente hará uso malicioso de los
recursos públicos. El problema de las licencias médicas y de la cultura del
beneficio fraudulento responde, en último término, a un malestar existencial
profundo. Muchas personas experimentan un vacío en sus propias vidas,
necesitando compensar esa carencia con bienes materiales y experiencias
superficiales y fugaces. El tedio, el desinterés por los demás y la falta de sentido
vital está en la raíz de toda acción moralmente reprochable. Esa situación
también permea el ámbito escolar, cuando la obsesión por las calificaciones, los
puntajes y los rankings, toma por completo el quehacer de una institución
educativa. En este contexto exitista, el auténtico aprendizaje, entendido como la
búsqueda de la verdad junto con el desarrollo de talentos y habilidades, pasa a
segundo plano.
Cuando se prioriza la nota por sobre el aprendizaje, si el alumno no tiene
arraigado en lo más profundo de su ser el valor de lo bueno y de lo justo,
probablemente recurrirá al plagio. Y posteriormente, como adulto, será proclive a
entregar u obtener una licencia falsa, a obtener beneficios de mala manera y a
“saltarse la fila” cada vez que pueda. La cadena de la corrupción comienza a
temprana edad cuando el padre le dice al hijo, cuando lo llaman por teléfono o lo
buscan “dile que no estoy”. Es necesario examinar con detenimiento los
programas escolares, las carreras que generan mayor interés en los estudiantes y
lo que pasa al interior de las familias. Les invito a pensar sobre la actitud que se
asume cuando los hijos se aventuran a estudiar filosofía o arte, versus el orgullo
que sienten cuando estudian carreras que, a pocos años de egresados, reciben
remuneraciones elevadas. Resulta particularmente preocupante que muchas de
las personas involucradas en hechos éticamente cuestionables posean altos
niveles educativos y pertenezcan a círculos donde se concentran el poder y la
generación de redes. Ese hecho debe llevarnos a meditar si nuestro sistema
educativo, social y económico no solo promueve estas relaciones viciadas, sino
que también las perpetua. Mientras no abordemos estos temas con claridad
meridiana, honestidad y valentía, los escándalos continuarán apareciendo y lo que
es peor, adquirirán un hálito de normalidad. Cuando aquello acontezca,
nuestra “copia feliz del Edén”, que tanto amamos, se habrá transformado en un
lugar donde prevalezca la ley del más fuerte. La verdad puede ser dolorosa, pero
la mentira lo es infinitamente más.
La construcción de una sociedad ética requiere claridad sobre el orden de los
fines: el dinero y el descanso deben ser consecuencia del trabajo bien hecho, no
fines en sí mismos. Solo así podremos aspirar a una convivencia donde
prevalezcan la justicia, la solidaridad y la fraternidad, y avancemos hacia una
sociedad donde prime el bien común por encima del beneficio individual. Recuerdo
con mucha admiración a los estudiantes de diseño industrial de DUOC-UC de
Concepción, que trabajaron sin descanso durante todo el verano para sacar
adelante el proyecto social “Albergue Móvil La Misericordia”. Su motivación no era
la nota, sino que entregar sus talentos, conocimientos y habilidades para diseñar y
remodelar un bus que permitiera dar techo, comida y dignidad a las personas en
situación de calle del centro de Concepción durante las frías noches de invierno.
También los motivó el llamado del Papa Francisco a vivir el año de la misericordia.
Un ejemplo claro que muestra que cuando hay motivación y una meta noble y
llena de sentido, la nota resulta ser irrelevante. No sólo trabajaron durante todo el
verano para terminar el diseño (que no tiene nada que envidiarle a uno realizado
por las mejores universidades del mundo) sino que siguieron de cerca la
construcción y la puesta en marcha. Todos aprobaron con máxima distinción su
carrera. Estoy seguro que si se promueve en el lugar de trabajo las habilidades de
cada trabajador, se es capaz de entusiasmar con un proyecto por su relevancia
social y hay conciencia de trabajo en equipo, no tendríamos el problema de las
licencias médicas fraudulentas. Qué notable y sanador sería que quienes están
involucrados en hechos claramente delictuales se auto denuncien, pidan perdón y
asuman sus responsabilidades. Ello sería un acto de extrema valentía y amor
patrio. Haría un bien enorme a una sociedad escandalizada por tanta corrupción.
Esa actitud no es delegable, pues no hay nada más personal que el mérito y la
culpa. Liberar la conciencia, pedir perdón y reparar el daño causado, no solo
beneficiaría a la sociedad, sino que permitiría dormir tranquilos y en paz junto a
sus familias. Porque, como bien sabemos, la mala conciencia es una dura
almohada. Además, permitiría que brillen los cientos de miles de servidores
públicos que de manera abnegada trabajan día a día en el aparato estatal con
fuerza y convicción. Me consta que para ellos estos hechos han sido motivo de
mucho dolor y sufrimiento. Estoy cierto que preferirían pasar hambre antes de
beneficiarse de manera fraudulenta con los recursos del Estado. Es bueno
reconocer su labor, en este contexto aciago que estamos viviendo, dado que ellos
han sido artífices de una educación, de una salud pública y de un aparato estatal
que fue por décadas ejemplo en América Latina y el mundo, y que lograron que
las personas menos favorecidas tuviesen educación y salud de calidad.
Sería interesante preguntarse en qué medida la mercantilización de estas áreas
de la vida también han contribuido a empobrecer la relación de las personas con
las instituciones. Invito a que reflexionemos sobre el país que queremos para el
futuro, sobre el valor que se le atribuye a la ética y la consolidación de las virtudes
en los procesos formativos, como volver a recuperar la dimensión espiritual y
social del trabajo y como volver a formar parte de una comunidad donde nos
reconocemos necesitados de los demás y a quienes nos debemos.