Por Jorge Heine

Al notar mi ausencia al inicio de una cena de gala en la casa de Johannesburgo
de Harry Oppenheimer,  el magnate minero y hombre más rico de África, el
anfitrión asumió que yo estaba boicoteando el evento. Era una suposición
razonable: yo era el embajador de Chile en Sudáfrica y Henry Kissinger era el
invitado principal.

Para entonces, ya había transcurrido un cuarto de siglo desde el golpe militar
que derrocó al presidente democráticamente electo Salvador Allende y dio origen
a la brutal dictadura militar de 17 años del general Augusto Pinochet, pero
muchos chilenos aún recordaban el papel del gobierno estadounidense, y de
Kissinger, en el quiebre de la democracia chilena.

Fue algo que el propio Kissinger reconoció en esa cena, a la que asistí, aunque
tarde debido a una tormenta de granizo. Kissinger explicó que no aceptaba
invitaciones para visitar Chile por miedo a lo que le harían los “chilenos de
Allende”.

Muchos chilenos todavía desprecian a Kissinger. Ante la noticia de su muerte a la
edad de 100 años el 29 de noviembre de 2023, Juan Gabriel Valdés, embajador
de Chile en Estados Unidos, resumió ese sentimiento cuando publicó en español
en X, la plataforma antes conocida como Twitter: “Murió un hombre cuya
brillantez histórica nunca logró ocultar su profunda miseria moral”.

Es difícil sobreestimar el papel que jugó Kissinger en Chile. Como asesor de
seguridad nacional y secretario de Estado durante las administraciones de Nixon
y Ford, supervisó las políticas que ayudaron a instalar y luego a apuntalar a un
dictador.

El golpe de Estado de Chile de 1973

Tras la elección de Allende el 4 de septiembre de 1970, Kissinger se obsesionó
con bloquear su toma de posesión. Las medidas aprobadas por Kissinger
incluyeron un fallido intento de secuestro del Comandante en Jefe del Ejército
chileno, René Schneider, diseñado por la Agencia Central de Inteligencia,  y que
terminó con el asesinato del general.

Kissinger insistió en una línea dura hacia el gobierno de Allende. Hizo todo lo
posible para que fracasara la “vía chileno al socialismo”, entre otras cosas,
“haciendo crujir a la economía”, como lo expresó el presidente Richard Nixon.

Después de una reunión con Kissinger en noviembre de 1970, un cable de la CIA a
su estación en Santiago afirmó que
“la política firme y establecida es que Allende sea derrocado mediante un golpe
de estado”.

La financiación encubierta por parte de la CIA de los partidos de oposición
chilenos, la financiación de los medios de comunicación de derecha del país y el
apoyo a la huelga de camioneros de 1972 que paralizó el transporte de
mercancías y el comercio del país durante meses, fueron documentados por un
comité del Senado de Estados Unidos unos años después del golpe.

No contento con haber ayudado a derrocar a Allende, Kissinger apoyó
incondicionalmente el régimen de Pinochet.
Cuando el embajador de Estados Unidos en Chile transmitió sus esfuerzos por
convencer a los militares a actuar con menos brutalidad contra los prisioneros
políticos, Kissinger escribió en los márgenes del cable: “… cortemos las charlas
de ciencia política”. En una reunión de la Organización de Estados Americanos (
OEA) en Santiago en 1976, lejos de instar a Pinochet a que bajara los niveles de
represión, como algunos de los colaboradores de  Kissinger le habían
recomendado , le dijo al general: “queremos ayudarlo, no socavarlo”.

Operación Cóndor

El apoyo de Kissinger a las dictaduras militares represivas se extendió más allá de
las fronteras de Chile.
Apoyó la Operación Cóndor, una iniciativa internacional que coordinó inteligencia
y operaciones entre varios de los regímenes militares de América del Sur
(Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Bolivia y Uruguay) de 1975 a 1983. Sus
actividades contribuyeron a la detención, tortura y asesinato de muchos
activistas de la oposición de izquierda en tres continentes.

En septiembre de 1976, los excesos de la Operación Cóndor ya eran evidentes y
el Departamento de Estado de Estados Unidos preparó una comunicación a estos
gobiernos, en la que manifestaba su oposición a estas prácticas represivas
transfronterizas.     Sorprendentemente, Kissinger la detuvo. La misma nunca se
entregó a las Cancillerías del Cono Sur y el momento no pudo ser peor.

Cinco días después, el 21 de septiembre de 1976, Orlando Letelier , un
diplomático chileno exiliado que se había desempeñado como embajador de
Allende en Estados Unidos y en su gabinete en tres funciones diferentes, fue
asesinado en Washington, DC. Murió después de que una bomba hizo estallar el
auto que conducía, hiriendo mortalmente a él y a su colega, Ronni Karpen
Moffitt. Letelier la estaba llevando a ella y a su esposo, Michael Moffitt, al
trabajo. Michael salió disparado del vehículo, pero sobrevivió.

Un cuarto de siglo antes del 11 de septiembre de 2001,  el asesinato de Letelier
fue el primer acto terrorista organizado desde el extranjero en suelo
estadounidense. Años de investigaciones revelaron que la policía secreta de Chile
planeó y ejecutó el atentado para deshacerse de una figura política prominente
con contactos influyentes en Washington, DC.

Rompiendo el molde

Burlándose de la supuesta falta de importancia estratégica de Chile, Kissinger
una vez re refirió  mismo como “una daga que apunta directamente al corazón de
la Antártida”. Sin embargo, dedicó capítulos completos a Chile en cada uno de los
dos primeros volúmenes de sus memorias.
Lo que hizo que Kissinger prestara tan mortifera atención a Allende fue su nuevo
modelo político, su “ vía pacífica al socialismo”.

Ello representaba  algo completamente distinto a los movimientos
revolucionarios que surgían en África, Asia y América Latina. En Chile, una
democracia establecida y estable había elegido a un presidente socialista con un
ambicioso programa de reformas sociales y económicas.

La Unidad Popular de Allende, una coalición de partidos políticos de izquierda y
de centro izquierda, podría fácilmente replicarse en Europa, en países como
Francia e Italia, dando lugar a gobiernos antiestadounidenses. Esto era la peor
pesadilla de Washington. Y Kissinger no se equivocó. El líder socialista francés
Francois Mitterrand visitó Chile en 1971, se reunió con Allende, recreó esa
coalición en Francia,  y ganó dos elecciones presidenciales.

Los países socialistas democráticos exitosos no encajaban en el diseño que
Kissinger tenía para el mundo, inspirado en su perspectiva realista, con una
balanza de poder entre Estados Unidos, Europa, la Unión Soviética, China y
Japón.

Esta visión surgió de sus estudios sobre el largo período de paz en Europa en el
siglo XIX, que estuvo anclado en una balanza de poder entre Gran Bretaña,
Francia, Prusia, Rusia y Austria-Hungría.
Para Kissinger, lo que en los años setenta se llamaba el Tercer Mundo, y hoy se
conoce como el Sur Global, no figuraba en este gran diseño; para él, nada
importante podía venir del Sur. La historia era protagonizada solo por las grandes
potencias, como Estados Unidos, China y la Unión Soviética.

Los muertos en el camino

Se estima que más de 3.000 personas fueron asesinadas por la dictadura militar
de Chile, de las cuales al menos 1.000 todavía están “desaparecidas”, es decir,
sus cuerpos aún no han aparecido.

Estas cifras palidecen en comparación con las 30.000 muertes ocurridas en
Argentina como víctimas de su junta militar; los cientos de miles de muertes en
Camboya causadas por los bombardeos estadounidenses ordenados por Kissinger;
los millones que murieron en Bangladesh en su guerra de independencia de 1971
contra un Pakistán respaldado por Estados Unidos; y las aproximadamente
200.000 personas asesinadas por las fuerzas armadas indonesias en Timor
Oriental en 1975, con la aprobación explícita de Kissinger.

Ellos fueron víctimas de las obsesiones geopolíticas equivocadas de un hombre
cegado por una  decimonónica  visión europea del mundo. Ella ve las naciones en
desarrollo como meros peones de las grandes potencias.

Hasta el día de hoy, Chile vive bajo la sombra de la constitución de Pinochet de
1980, que amplió los poderes presidenciales y consagró el modelo económico
neoliberal que impuso al país. El 17 de diciembre de 2023, los chilenos votarán
por segunda vez en dos años en un referéndum que podría reemplazar la
constitución de Pinochet por una nueva.

Ese referéndum puede o dar vuelta una página en la historia de Chile.
Independientemente del resultado, las cicatrices permanecerán.