En los últimos días, se ha producido en los medios académicos,
profesionales y entre los ejecutivos de empresas, un interesante debate
sobre la manera de cumplir con la Ley de las 40 horas. Resulta interesante
conocer la opinión que el destacado abogado y columnista Carlos Peña,
Rector de la universidad Diego portales, tiene sobre el tema.

Carlos Peña escribió una carta al diario El Mercurio donde señaló:
“Pretender que reduciendo la jornada diaria en doce minutos se cumple la
reducción de la jornada semanal en una hora, no es una forma admisible de
cumplir la ley, sino una forma de burlarla, lo que los clásicos llaman un
fraude a la ley. Por eso entonces el arreglo que algunas empresas habrían
ideado para ceñirse a la reducción de la jornada en una hora, no era una
forma de cumplir la ley, sino una forma oblicua de transgredirla, de
incumplirla, de defraudarla. Y la razón, vale la pena reiterarlo, es eso que
Paulo decía hace cosa de casi veinte siglos.
La principal conclusión que cabe obtener de este análisis (que muestra, de
paso, que judicializar este problema sería una pérdida de tiempo para los
empleadores que decidan porfiar con esa aplicación de la regla) es que el
cumplimiento de la ley, como de cualquier regla (salvo casos como la ley
penal, como de inmediato se mostrará), es la lealtad al propósito que
persigue.
Sin lealtad a las reglas no hay institucionalidad que funcione, y si las
interpretaciones ladeadas, como las que se han pretendido en este caso, se
transforman en regla general, es el derecho mismo el que está en peligro.
Pero por supuesto, lo que vale para las reglas en general no vale del todo
para la ley penal, la ley que establece sanciones coactivas como la pérdida
de la libertad.
En esta materia impera el principio de tipicidad, que enseña que para que
exista delito es necesario que la conducta que se pretende castigar se
corresponda exactamente con la descripción de esta que efectúa la letra de
la ley.
Este principio es propio de una democracia liberal, que se empeña en poner
límites o restringir la posibilidad de que el Estado efectúe abusos contra el
individuo, y de ahí entonces que, en materia penal, es la letra la que
importa. En casi todo lo demás, sin embargo, la lealtad a las reglas supone
o exige, a la hora de aplicarla, una comprensión siquiera global de su
sentido, del propósito que le subyace.
Si ese propósito se traiciona arguyendo que la conducta se corresponde
estrictamente con la letra (diciendo que la reducción de doce minutos
equivale, en efecto, a una reducción de una hora en la semana y que ello
cumple lo que la ley persigue), entonces en realidad lo que se está
haciendo es un fraude de esos que Paulo, hace casi dos decenas de siglos,
definió tan bien.
La sociedad chilena necesita –para detener la anomia que a veces parece
invadirla-fortalecer el respeto y la autoridad del derecho, lo que supone una
cierta lealtad, al menos en los casos que se han analizado, a la regla en su
integridad.
Por supuesto, el propósito no puede predominar sobre la letra (un error en
el que algunos jueces incurren cuando aluden a la justicia material para
extender la regla más allá de los casos naturalmente cubiertos por ella);
pero lo que no debe ocurrir, y en este caso ha ocurrido, es que se esgrima
la letra de la ley para burlar su propósito. n Ha ocurrido esta semana un
incidente en el que vale la pena detenerse porque enseña en qué consiste
respetar la ley, un acuerdo o una regla. ¿Qué fue lo que ocurrió? Muy
pronto entra a regir la reducción de la jornada laboral a 40 horas
semanales; pero como el proceso es gradual, en la primera fase la
obligación es, nada más, reducir la jornada semanal en una hora.
Algunas empresas decidieron cumplir la regla de una manera hasta cierto
punto original e imaginativa: si se trataba de reducir la jornada en una hora
a la semana, entonces, dijeron, la regla se cumple reduciendo en 12
minutos diarios la jornada o extendiendo, en igual cantidad de minutos, la
hora de colación.
De esa forma –disminuyendo el tiempo de trabajo 12 minutos diarios,
según afirmó incluso el director del Trabajo–, se disminuiría en una hora el
tiempo de trabajo semanal. ¿Es correcto eso? A primera vista sí, sin la
menor duda. Es incontestablemente verdadero que con esa reducción la
totalidad de la jornada semanal alcanza una reducción de una hora. Es
cierto, y es difícil discutir o poner en duda esa conclusión.
Si un empleador dispone que la jornada laboral termine doce minutos antes
cada día, entonces habrá reducido al total de la jornada semanal una hora
exacta, como lo prueba la simple multiplicación de doce por cinco cuyo
resultado es sesenta, es decir, sesenta minutos: una hora exacta. Pero esa
es una aplicación torcida de la regla que en realidad la incumple.
Para explicarlo basta citar a Paulo: Obra contra ley el que hace lo que la ley
prohíbe; y en fraude, el que salvadas las palabras de la ley elude su sentido
(Digesto 1.3.29). Y eso es exactamente lo que ocurre en este caso. No se
obra contra la ley; pero sí se la defrauda.
El espíritu de la regla (los juristas clásicos llaman espíritu a la razón de la
regla, el propósito que ella persigue realizar) es que los trabajadores
dispongan de mayor tiempo para su vida personal o familiar, algo que se
logra en parte si pueden, un día al menos, llegar una hora antes a su casa
o ir adónde les plazca. Pero si disponen nada más que de unos pocos
minutos cada día ese propósito no se alcanza en modo alguno y el
resultado que la regla perseguía se incumple. Por eso, si bien la regla
tercera transitoria permite una disminución proporcional de las horas, ella
no puede llevarse al extremo de lesionar la razón de la ley. La utilidad que
provee una hora no es igual a la utilidad marginal agregada de cinco
fracciones de doce minutos cada una”.