POR Roberto Mayorga-Lorca y Carlos Villarroel Contreras
Académicos Facultad de Derecho Universidad San Sebastián
Lamentablemente, una fuerte corriente intelectual ha tendido a depreciar el valor de las humanidades como requerimiento esencial de la plenitud espiritual del ser humano, calificándolas como innecesarias e incluso obstructivas para el progreso material de la sociedad.
A raíz de la relevancia, o irrelevancia, con que se trata a las humanidades, se vienen a la mente las palabras de Jesús, “no sólo de pan vive el hombre”. Sin duda el pan y los alimentos son indispensables para la subsistencia humana y están en la primera categoría de la Pirámide de Maslow, como aquellas necesidades esenciales que de no satisfacerse generan un quiebre en el ser humano. Dada la escasez es necesario producirlos. De ello trata la economía, que responde a la conocida trilogía, ¿qué, cómo y para quién producir?, y que gráficamente ilustra Paul Samuelson en su curva de la producción y el dilema de la economía de cómo maximizar los recursos. Luego, todo lo que económicamente se produce, tanto bienes materiales como servicios, dependen del juego de la oferta y la demanda, del costo, de los rendimientos y de los precios. Pero hay bienes que también son esenciales para el ser humano y que están al margen de las variables económicas.
Jesús expresó las palabras que ilustran el título de esta columna al cabo de cuarenta días de ayuno en el desierto, cuando el demonio lo tentó a que transformara piedras en panes para satisfacer el hambre y en prueba de ser hijo de Dios. En la respuesta de Jesús hay un profundo reconocimiento de la esencia del ser humano, el que amén de sus necesidades materiales posee necesidades espirituales, como así emocionales; pues es a la vez cuerpo y alma y ésta requiere, asimismo, alimento, pero espiritual.
Sin duda dicho alimento, -fundamento de las humanidades-, se manifiesta en la clásica trilogía platónica: “bien, verdad, belleza” que, para el filósofo griego, a diferencia de Kant, son indisolubles, pues la belleza es buena y verdadera, el bien, bello y verdadero y la verdad bella y buena. Digno de sabiduría sería para Platón aquel capaz de apreciar el bien, la belleza y la verdad. Una reflexión parecida elaboró Santo Tomás, para quien la verdad, el bien, la belleza y la unidad son propiedades trascendentales del ser, es decir, notas o rasgos característicos que se identifican con el ser mismo y son indisociables de él.
El camino hacia aquella sabiduría que mencionamos está en las humanidades, esto es, en las disciplinas relacionadas directamente con el ser humano, en sus diferentes dimensiones, como la filosofía, la antropología, la historia, la psicología, las artes, la poesía y la música, incluso para algunos el conjunto de ciencias sociales en su perspectiva humana, y hasta la medicina que vela por la vida y salud humanas. En cuanto a la economía e ingenierías, dependerá del énfasis que le otorguen a sus estudios y análisis, esto es, si a meros dígitos y/o fórmulas, o si consideran a la persona como objetivo final de éstas y aquellas.
Lamentablemente, una fuerte corriente intelectual ha tendido a depreciar el valor de las humanidades como requerimiento esencial de la plenitud espiritual del ser humano, calificándolas como innecesarias e incluso obstructivas para el progreso material de la sociedad. Por otra parte, corrientes ideologizadas han tendido a desvirtuar su verdadero sentido resquebrajando la trilogía del bien, verdad, belleza, mediante teorías que apologizan el mal, como la violencia y el odio o a través de manifestaciones de supuestas artes que insultan la belleza.
Que ambas corrientes se hayan propagado no quita validez a las humanidades en su genuino sentido, de búsqueda del bien, verdad y belleza, y al deber de su revalorización por parte de universidades y centros de estudio. Ha sido notable al respecto el reciente lanzamiento del centro “País Humanista” en la Universidad San Sebastián, bajo la dirección del connotado intelectual Cristian Warnken quien llama a cultivar el pensamiento meditativo y no sólo el calculante y que, sobre la gesta de revalorizar las humanidades, citando al memorable filósofo chileno Jorge Millas, llama a “alentar la esperanza”; más aún ante la irrupción de una inteligencia artificial que, en concepto de José María Lasalle, al carecer de espíritu o conciencia, resulta incapaz de discernir entre el bien y el mal, pero que amenaza con sustituir al ser humano en su operación fundamental de conocer la verdad, tanto acerca de sí mismo como de la realidad que lo rodea.
Si bien es imperioso un gran esfuerzo intelectual y académico para enfrentar estos desafíos, ellos no bastan si no están acompañados de actitudes genuinamente humanas, deprendidas de soberbia, intolerancia, despotismo y/o indiferencia hacia “los otros” y hacia “lo otro”, esto es, la verdad, bondad y belleza de la creación. Una genuina actitud de “calidad humana” es posible incluso al margen de lo intelectual y académico, según lo muestran algunas culturas como la Ubuntu en comunidades africanas o en Filipinas con su tradición Kapwa (tú eres yo y yo soy tú), en que prima lo espiritual por sobre lo corporal, lo humano sobre lo material, como algo intrínseco en la forma de ser de esas comunidades, que se transmite de generación en generación y que, tratándose de nosotros los cristianos, ha quedado expresada en lenguaje sobrenatural, por medio de la invitación que realiza el sacerdote en las misas a que los fieles se reúnan “en la unidad del Espíritu Santo”.
Gastón Soublette, extraordinario y profético pensador, prevé y aspira a que el retorno al humanismo, de contenido profundamente espiritual, se hará paso a paso con la germinación espontánea de cientos de pequeños grupos comunitarios propagados por la tierra, como fueron las primeras comunidades cristianas que llevaron el mensaje de Jesús hasta los más recónditos lugares del orbe. Lo mismo ha expresado, tratándose del futuro de la Iglesia, el Papa Benedicto XVI, para quien el porvenir del cristianismo dependerá esencialmente de la capacidad de testimoniar la fe que alcance un núcleo fiel de cristianos ante una cultura secularizada y abiertamente hostil.
A las casas de estudio les cabe un privilegiado rol de coordinación y liderazgo frente a estos desafíos.