Mientras los trenes transitan por dos rieles, los países, -y por cierto el
nuestro-, se deslizan por innumerables carriles.
¿Existe peligro de descarrilamiento?
Al aventurarnos en esta interrogante nos exponemos a ser mal
interpretados, pero la única forma de enfrentar peligros en la vía es
anticiparse a ellos y analizar si es factible evitarlos.
Los principales carriles por los cuales escurre el país en los tiempos
actuales son un gobierno, a cargo del volante, con escasa experiencia,
ambiguo en la conducción, en que el tren que dirige parece sin rumbo
ni destino claros. Por otros carriles un proceso constitucional
titubeante en que pareciera no dejar a nadie con certezas acerca de
sus proyecciones y consecuencias, augurio de eventuales
turbulencias. Por otros carriles transitan la situación internacional y la
crítica estabilidad económica con sus variables internas y externas y,
por otro, la siempre enigmática madre tierra y nuestra vulnerabilidad
ante una naturaleza que puede desestabilizarnos intempestivamente
en cualquier momento.

El país puede administrar los primeros de esos carriles o al menos
procurar administrarlos dentro del marco de la institucionalidad
democrática, fundada en un contrato social destinado a balancear
mayorías y minorías a base del diálogo y acuerdos y, aunque cada vez
más ásperos y tensos a causa de la polarización y descalificaciones, la
experiencia ha mostrado hasta ahora que, al final, terminan por
imponerse criterios mínimos sin desbordar aquella institucionalidad. La
elite gobernante, salvo excepciones, se ha venido concentrando
particularmente en carriles coyunturales de carácter político, sin
proyectarse con claridad al mediano y largo plazo.

Existe un carril que debe observarse más allá del corto plazo, que se
está escapando, -si es que ya no se escapó-, del control de aquella
institucionalidad democrática. Nos referimos a la irrupción de la
violencia en todas sus formas y al desplome del orden público y del
principio de autoridad, ante una criminalidad generalizada, el
narcotráfico, terrorismo, femicidios, sicariato, portonazos, encerronas,
secuestros, destrucciones, atentados, desbordes en la Araucanía,
inmigración ilícita, sumado a abominables redes criminales
internacionales, que han generado sentimientos de inseguridad,
impunidad, temor, abandono e indefensión en la ciudadanía. En este
carril son ingenuos el diálogo y los acuerdos democráticos.
No es necesario recurrir a la pirámide de Abraham Maslow para tener
presente que entre las necesidades más esenciales, básicas o
elementales del ser humano se encuentran, junto a la libertad, la
seguridad y la protección. Sabemos que son necesidades esenciales o
básicas aquellas que al no satisfacerse generan un trastorno en la
persona, de carácter fisiológico como sería el hambre, emocional
como sería la ausencia ante el fallecimiento de un ser querido,
espiritual, como lo son las crisis de fe; todas ellas trastocan a la
persona. En el caso de la inseguridad, cuando se generaliza el temor,
no sólo desestabiliza a la persona, sino que a la sociedad toda. En
alguna forma lo desliza Erich Fromm en su obra “El Miedo a la
Libertad”. Siendo la necesidad de libertad igualmente de jerarquía
esencial en la pirámide de Maslow, pues es fundamental en la auto
realización humana, los pueblos, abrumados por la inseguridad física,
psíquica o económica suelen ceder su libertad a autoritarismos,
dictaduras y hasta tiranías a cambio de seguridad y protección.
Sabemos que en estos escenarios surgen caudillos populistas de
cualquier signo, izquierda, derecha, nacionalistas, incluso de trazos
indefinidos y cambiantes como han sido últimamente los casos de
Filipinas y El Salvador. No obstante, requisito para que logre erigirse
un caudillo populista es la confianza o inconsciencia de la ciudadanía
en que sea artífice de seguridad y protección. Desplomada la
confianza en Chile en todos los ámbitos en que nadie confía en nadie
se hace prácticamente imposible el surgimiento de un caudillo en
quien la ciudadanía crea. Por otra parte, no obstante, el progresivo
declive, no se ha perdido totalmente la conciencia democrática. Los
traumas de nuestras últimas décadas han de servir de muro de
contención ante aquellos riesgos, pero nada es inevitable e
inimaginable de no adoptarse las prevenciones necesarias,
concretamente que la institucionalidad sea capaz de enfrentarlos.
Si a través del tiempo, -más allá de los avatares del presente-, la
violencia y la inseguridad, -física, psíquica o económica-, en cualquiera
de sus formas, terminan por empujar al descarrilamiento, sin que la
institucionalidad democrática logre sostener al país en sus rieles,
surgirá un perturbador enigma: ¿Soportará indefinida e inmunemente
el país un clima de zozobra y ansiedad que destruya la normal y sana
convivencia?

En un terreno sinuoso, con partidos políticos jibarizados y una
sociedad civil de rasgos anárquicos y antagónicos, aflora el tema tabú
y extremadamente sensible de las Fuerzas Armadas, que muchos
optan por evadir. Constituye una incógnita la percepción que puedan
poseer de escenarios como los de estas elucubraciones, no obstante,
parecieran estar, tanto por apego a sus restricciones constitucionales y
legales como por experiencias traumáticas del pasado, en un estado
de reticencia sino de rechazo a involucrarse en el ámbito ciudadano.
Ello no descarta graves e intimidantes riesgos si a lo largo de procesos
y avatares impensados, que horaden los carriles por los que transita el
país, se arribe a un punto de inflexión en que la institucionalidad
democrática termine por desmoronarse ante la violencia y la
inseguridad, compeliéndolas a actuar -directa o indirectamente- y en
que, producto de sus trágicas experiencias lo ejecuten sin unidad en la
visión de los objetivos y las alianzas que les procuren comprensión en
el juzgamiento que de ellas haría la opinión pública nacional e
internacional, restablecidos el orden y la seguridad.
El país debería concentrar sus esfuerzos en analizar los eventuales
riesgos descritos, pues más vale prevenir que curar.
Santiago, Febrero 2023