Por Jorge Varela
Análista Politico
La relación entre poder político y valores morales, entre voluntad de poder y realización del bien, es el asunto que abarca el filósofo mexicano Luis Villoro en su libro El poder y el valor. Fundamentos de una ética política. El poder como medio para lograr el bien común, se justifica como valor. Pero la búsqueda del poder por sí mismo –como un fin, como dominación impositiva– carece de valor, es precisamente lo contrario al valor. Aquí reside pues, la gran ambivalencia del poder político. “Por principio, la búsqueda del bien común es opuesta a la voluntad de poder”.
La idea de una sociedad ética
Una sociedad ética sería aquella que hubiera eliminado todo rasgo de dominación. Este es el tema de las utopías, dice Villoro. “En la comunidad ideal no hay poderosos ni desamparados, todos son hermanos, iguales en la libertad” (El poder y el valor). Cuando el poder ya no consiste en la capacidad de alcanzar un fin compartido, y se ejerce en forma despótica, sin consenso y con violencia, sobre los miembros de una sociedad, estamos frente al deseo pasional de un hombre o de un grupo social por prevalecer, por dominar. “Es de este poder del que Sócrates invita a escapar al hombre de bien” (op.cit).
Se suele repetir que el poder corrompe a quien lo detenta y humilla a quien lo padece, pero en sentido contrario se puede sostener con fundamento que es el hombre el que corrompe al poder.
La necesidad de un contrapoder que libere
¿Cómo contener los desbordes del poder arbitrario y abusivo? ¿Cómo trabajar para que el valor se imponga y logre la abolición del dominio de unos hombres sobre otros? Porque, como afirma Villoro, “el intento de terminar con la dominación o, al menos, de limitarla, requiere poder”. Es decir, se necesita ‘otro poder’ que rompa el círculo del dominio y el de la violencia: una fuerza social capaz de representar la resistencia contra el poder, que libere sin subyugar. Este poder disidente es ‘el contrapoder’.
“El contrapoder puede paralizar la acción del poder, impedir su intromisión, controlarlo o participar en él. Lo que el contrapoder busca es detener la violencia del poder: la violencia física, represiva, o la violencia mental, aquella que es ejercida mediante el control de los medios de comunicación o de la educación. El contrapoder ‘no impone’ su voluntad, el contrapoder ‘expone’ su voluntad. “El máximo contrapoder tiende a establecer la mínima violencia… Si pudiera ser totalmente puro: sería no-violento” (op.cit.). En el contrapoder, la violencia sólo puede ser usada en circunstancias exigidas de defensa propia. Si el contrapoder se transformara en un poder impositivo más y dejara curso libre a la violencia, se habrá negado a sí mismo.
Casos históricos de contrapoder
Casos históricos señeros y emblemáticos de contrapoder han sido el movimiento de Gandhi, el de Martin Luther King y las ‘revoluciones de terciopelo’ en el Este de Europa. Casos de contrapoder pervertido que dieron libre curso a la violencia y terminaron transformándose en poder abusivo, son -por ejemplo- la revolución cultural china, la revolución integrista iraní, los Hermanos Musulmanes en Egipto. En este sentido lo ocurrido en Chile en octubre de 2019 se inscribe entre estos últimos (violento y abusivo).
El contrapoder no es la multitud o la muchedumbre informe que actúa por impulsos discontinuos o la masa inorgánica que deviene en acciones de naturaleza terrorista. La masa que se cree pueblo no es el pueblo.
Al contrapoder lo inspira la idea de crear las condiciones para resistir la coacción opresiva y corrupta del poder dominante que se sustenta en la mentira, el fraude, el abuso, la corrupción o las armas. Un contrapoder organizado y no-violento debiera luchar por la libertad, por la justicia, por la democracia, por el bien de todos, (por el bien común). “El poder tiene que acudir al valor para justificarse, el valor requiere del contrapoder para realizarse”, es el planteamiento de Villoro. El valor que se menciona es la norma ética política: el conjunto de valores comunes, el bien común.
La verdadera pugna por el poder
Hay quienes piensan que en Chile subyace una especie larvada de contrapoder. La presencia de estudiantes, de profesores, de mujeres y de huelguistas marchando y gritando en las calles, no es suficiente para conformar un contrapoder, ni siquiera en su etapa primaria. Las acciones vandálicas de células anarquistas (acciones directas le dicen) y la fusión alucinógena de jóvenes neo-marxistas con intelectuales gramscianos (izquierda autónoma) no siempre sirven ni son fecundas como contrapoder legítimo.
Lo que aqueja al país es un largo proceso de malestar e indignación gatillado por injusticias que no se han resuelto a tiempo, acentuado por escándalos de corrupción que involucran a quienes dirigen las instituciones, agravado por la desconfianza, el descrédito y la ausencia de gobernanza.
Lo que existe aquí es, -en primer lugar-, una lucha obsesiva por no soltar el poder, en la que intervienen titulares de una trenza de poder lánguido y extenuado, sin respeto por las normas ni la ética. En segundo lugar, -como se ha dicho-, lo que está implícito es una pugna de poder entre los que están hoy en el Parlamento, entre los viejos partidos y los nuevos incumbentes. ¿Será que en lugar de una futura e hipotética ‘rebelión de las masas’, lo que tenemos en Chile es una vulgar y ordinaria rebelión de nuevas élites? o, lo que es peor, ¿una sucia riña entre grupos de élite?
Pero estas pugnas presentes y futuras no debieran reducirse a un mero debate en torno a la forma de diseñar y estructurar la organización y redistribución del poder que pudiere emerger desde la raíz misma del enfrentamiento. Una reforma constitucional podrìa ser útil para construir una forma de convivencia más democrática, libertaria y justa, aunque determinados asuntos relacionados con la ética y la conciencia individual, como la tentación de perpetuarse en el poder o la utilización de recursos económicos en forma inmoral, son asuntos que escapan a cualquier regulación que tenga su origen y fundamento único en la razón temporal de los hombres.
Pensar que la sola vigencia de una norma de rango superior les restituirá prestigio y poder a tantos impotentes acabados que están perdiendo autoridad y dignidad día a día, o que ella será suficiente para que algunos ucrónicos ilusos inexpertos proyecten su acceso prematuro a los estrados del mismo, es surrealismo puro. Esto sí que sería fumar opio ideológico, embotar los sentidos y trastornar la conciencia del gran soberano excluido: el pueblo.