Por: Mauricio Salgado.
Investigador Centro de Estudios Públicos CEP
La casa propia ha sido, por décadas, una de las principales aspiraciones de los
chilenos. Este anhelo configuró el horizonte simbólico de las demandas por la
vivienda en la segunda mitad del siglo XX, cuando los pobladores se
transformaron de actores colectivos en propietarios individuales (Murphy 2023). El
desarrollo económico del país, concentrado en las grandes ciudades, impulsó en
sus márgenes el surgimiento de asentamientos irregulares. Desde las
“poblaciones callampa” de los años treinta hasta las “tomas” de terrenos entre los
cincuenta y los noventa, los campamentos —familias que habitan en terrenos
irregulares y carecen de al menos uno de los tres servicios básicos: agua potable,
electricidad o alcantarillado— se conformaron, en parte, por migrantes del campo
a la ciudad. Ellos transformaron, mediante la toma de terrenos y la
autoconstrucción, la vivienda propia en un asunto político. A comienzos del siglo
XXI el panorama cambió. Aunque persisten factores como la marginación urbana,
la precariedad y la aspiración a una vivienda, el poblador tradicional convive hoy
con familias empujadas a campamentos por el alza del arriendo. Los flujos
migratorios que constituyen estos asentamientos ya no son internos, sino
internacionales. El crimen organizado ha encontrado ahí un espacio para sus
operaciones, aprovechando el vacío estatal y la vulnerabilidad de sus habitantes.
El presente de los campamentos es más complejo: no solo precario, sino también
heterogéneo. Esta columna examina esta nueva realidad. Para ello, analizaremos
el resurgimiento de los campamentos y los desafíos que esto supone, para luego
mostrar que la migración internacional ha acelerado el número y expansión de
estos asentamientos al presionar el mercado del arriendo. Posteriormente,
abordaremos la relación entre reductos informales y crimen organizado, para
concluir con propuestas de una nueva estrategia para su superación.
El resurgir: En 1992, Chile enfrentaba un déficit cuantitativo cercano a 900 mil
viviendas. Para revertirlo, el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) fijó la
meta de 90 mil soluciones habitacionales anuales, que incluían tanto nuevas
construcciones como mejoramientos de viviendas precarias. Al finalizar los
noventa, el promedio anual alcanzó las 96 mil soluciones, con un total de 821 mil
construidas (i.e., financiadas por los programas habitacionales del sector público),
convirtiendo al país en pionero regional en la reducción del déficit habitacional
(Minvu 2007). Los noventa marcaron el mayor éxito en la erradicación de
campamentos, tal como se aprecia en el Gráfico 1. En 1996, existían 972
campamentos con más de 100 mil hogares (Haramoto et al. 1997). Gracias a
programas como Chile Barrio, en 2005 el número se redujo a 453, beneficiando a
82 mil familias. Un logro inédito. Sin embargo, como muestra el Gráfico 1, la
tendencia a la baja se detuvo en 2005, revirtiéndose por completo en la última
década. Desde 2016, los campamentos pasaron de 660 (39 mil familias) a 1.428
(120 mil familias). Entre 2019 y 2025, el número de familias en estos
asentamientos informales aumentó 153%, reflejo del deterioro de la política
habitacional. El contraste con la década anterior es evidente: entre 2011 y 2019 se
erradicaron solo 380 campamentos, beneficiando a 15.589 familias, una cifra muy
inferior a la de los noventa. Además, el ritmo de construcción de viviendas nuevas
ha caído fuertemente en los últimos tres años.
Siguiendo el patrón histórico, hoy la mayoría de los campamentos se concentran
en pocas regiones (Figura 1). Valparaíso, Metropolitana, Antofagasta, Tarapacá y
Biobío reúnen al 78% de las familias que viven en ellos. ¿Por qué optan por esta
alternativa? Las razones económicas son: el alto costo del arriendo, los bajos
ingresos y la cesantía, pero también la necesidad de independencia (Techo,
2025). Una particularidad adicional son los “macro campamentos”, asentamientos
irregulares que abarcan 1.000 familias o más, o que se componen de más de 500
familias entre dos o más campamentos. Hoy existen 30 macro campamentos en el
país, siendo el mayor la toma Alto Molle (Alto Hospicio) con 4.500 familias.
El impacto de la migración: El explosivo aumento de los campamentos coincide
con el incremento de la población migrante. Los extranjeros pasaron de ser el
2,3% de la población nacional en 2014 (411 mil personas) al 9,6% en 2023 (casi 2
millones de personas). Su presencia en los campamentos se ha vuelto decisiva.
En 2011, solo un 1,2% de los jefes de hogar en campamentos era extranjero; en
2019 lo era un 30% y en 2022 llegaron al 40%, que corresponde a más de 47 mil
familias (Minvu 2022). Los hogares migrantes suelen trasladarse a un
campamento luego de tres años de estadía en el país y se concentran en algunas
regiones: 87% de ellas vive en la Metropolitana, Antofagasta, Tarapacá,
Valparaíso y Atacama. Una manera de explorar la relación entre migración y
proliferación de campamentos a nivel comunal es mediante un binned plot. Este
gráfico permite comparar el aumento en el número de residencias temporales y
definitivas otorgadas a extranjeros entre 2013 y 2022 con la variación en el
número de campamentos en el mismo período. El Gráfico 2 muestra los resultados
de este análisis para 323 comunas del país. Se observa una clara tendencia
positiva: a medida que crece el número de residencias otorgadas, también
aumenta el número de campamentos en esas comunas. Esto sugiere que la
expansión de la población migrante en el período estuvo acompañada, en varios
municipios, por un incremento en la informalidad habitacional.
El encarecimiento del arriendo ¿Qué explica la relación entre inmigración y
proliferación de campamentos a nivel comunal? González-Navarro y Undurraga
(2023) muestran que por cada 11 mil inmigrantes adicionales en un municipio
urbano se crea un nuevo campamento. El mecanismo principal es la presión que
ejercen sobre el mercado del arriendo, sobre todo en sectores vulnerables. Se
estima que un tercio de los hogares del quintil más pobre son arrendatarios
(Izquierdo y Ugarte, 2024). En las comunas con fuerte incremento de migrantes, la
demanda de viviendas ha crecido sin una oferta equivalente, elevando los precios
de los arriendos. Así, muchos hogares —chilenos y extranjeros— son empujados
a vivir en campamentos. Esto coincide con lo que señalan los propios residentes.
Según el Catastro de Campamentos 2024-2025 (Techo Chile 2025), 80% identifica
el alto costo del arriendo como la principal razón para llegar a un campamento,
mientras que el 53% de las jefaturas de hogar encuestadas arrendaba antes de
instalarse y un tercio vivía como allegado (Minvu 2022). La dificultad para acceder
a un arriendo se agrava, porque el valor de las viviendas ha aumentado mucho
más rápido que los ingresos de las personas [Para Profundizar 2].
El alza de los arriendos en Chile está ampliamente documentada. Entre 2009 y
2022, la proporción de hogares que destinan más del 30% de sus ingresos al
arriendo pasó del 20% a más del 40% (Simian 2023), mientras que entre los
propietarios que pagan dividendo subió del 13% al 18% (Déficit Cero 2024). Este
encarecimiento se acentúa en comunas con mayor concentración de población
extranjera: se estima que un 10% del incremento del alquiler en los últimos años
puede ser atribuido a la inmigración (González-Navarro y Undurraga, 2023)
Sin control: La realidad de los campamentos se complejiza por la acción de
organizaciones criminales. En los últimos años se ha consolidado un esquema
de Tomas Organizadas con Recursos y Logística (TORL) que usurpan predios
para vender o arrendar sitios, negocio ilícito que explica parte del crecimiento
reciente (Atisba 2023). La limitada capacidad de reacción institucional —otro
síntoma de la crisis de seguridad— ha permitido que estos grupos loteen terrenos,
abran calles con maquinaria pesada y destinen espacios tanto a la ocupación
como a la comercialización, vulnerando abiertamente el derecho de propiedad.
Según Atisba, 22.737 viviendas se insertan en este tipo de tomas, incluida la toma
Terrazas de Marga Mar (o Calicheros) en Quilpué, cuyo propietario, Alejandro
Correa, fue asesinado en 2020 por un sicario por intentar recuperar su propiedad
(Andrews 2022). Pese a la orden de desalojo obtenida por su familia en 2024, ella
recién se ejecutó la semana pasada después de que su familia enfrentara un
doloroso proceso administrativo y la insensibilidad de las autoridades del Minvu
—responsables del desalojo y demolición de las construcciones (Campos 2025).
El macro campamento Cerro Centinela, en San Antonio, es otro ejemplo de TORL.
A diferencia de las tomas tradicionales, con construcciones ligeras y sin
planificación, aquí la toma se inició con un trazado completo del terreno, calles
abiertas con maquinaria y sitios delimitados (ver Figura 2A). Posteriormente, vino
la ocupación y construcción por parte de 1.300 familias (ver Figura 2B). La
inmobiliaria propietaria obtuvo una orden de desalojo en febrero de este año, que
se postergó mientras se negociaba la venta al Estado, frustrada en agosto pasado
(Estrada 2025). Las tomas y la lentitud de las autoridades para desalojarlas
también generan cuantiosos efectos fiscales. Un informe de GPS Property estimó
que los terrenos usurpados en Valparaíso, Santiago y Biobío —que siguen afectos
a contribuciones— generaron en conjunto un costo anual de $1.544 millones a sus
dueños. Por otro lado, la deuda acumulada por contribuciones de quienes no
pagan por sus terrenos tomados asciende a $5.324 millones (Guzmán 2025). A la
comercialización ilícita de terrenos se suma la penetración del crimen organizado
transnacional. El primer caso fue el de Los Gallegos, célula del Tren de Aragua,
que se ubicó en la toma Cerro Chuño de Arica (Agouborde 2024). En Antofagasta,
en el campamento Génesis II, un líder del Clan del Golfo de Colombia
extorsionaba a los habitantes y cobraba por el uso de terrenos y servicios
(Carvajal 2024). En Talagante, integrantes del Tren de Aragua usaban viviendas
en el campamento Ribera del Río como casas de seguridad para secuestros y
torturas (Delgado 2024). El vínculo entre campamentos y crimen organizado se
hizo visible para la opinión pública con el secuestro del exteniente venezolano
Ronald Ojeda, cuyo cuerpo fue hallado en la toma Santa Marta de Maipú (Pareja
2025). Se trata de un fenómeno emergente y de gran complejidad que debe ser
abordado por la academia y las autoridades. En definitiva, algunos campamentos
se han convertido en territorios donde confluyen bandas dedicadas a la usurpación
y comercialización ilegal de terrenos; también al secuestro, extorsión y tráfico de
drogas, agudizando los problemas de seguridad que hoy enfrenta el país.
¿Qué hacer?: La realidad de los campamentos en Chile ya no responde solo a la
acción del movimiento de pobladores. Su mayor complejidad proviene de la
precariedad, explosivo resurgimiento y, sobre todo, de su heterogeneidad. Es una
nueva realidad que exige una política habitacional adaptada a estos desafíos. La
institucionalidad debe avanzar en la prevención de nuevas ocupaciones mediante
la gestión inteligente del suelo y un sistema de alertas tempranas. La usurpación
de terrenos vulnera el derecho de propiedad y genera asentamientos sin
condiciones mínimas de habitabilidad o en zonas de riesgo. La tarea más
compleja es cómo enfrentar los campamentos ya existentes y los que se
produzcan. Este es el verdadero desafío. En teoría, las leyes ofrecen diversas
alternativas para desalojar a los ocupantes: acciones civiles, el recurso de
protección o la reciente ley de usurpaciones —por la vía penal— son mecanismos
disponibles. Sin embargo, las cortes fueron inicialmente tolerantes a estas
ocupaciones, imponiendo solo un mandato de coordinación entre autoridades,
ocupantes y propietarios que postergaba el fin de la toma. En los últimos años, las
autoridades han ido tomando consciencia de la magnitud del problema.
El Congreso Nacional, con amplia discusión y el rechazo de parte del oficialismo,
aprobó a fines del 2023 la Ley de Usurpaciones (Ley N° 21.633). La Corte
Suprema, ese mismo año, modificó su jurisprudencia anterior y se ha abierto a
ordenar los desalojos (Mortera, 2024). Pese a ello, el problema subsiste, por lo
que deben plantearse nuevas estrategias. Sin embargo, tal como lo muestran las
tomas Cerro Centinela y Calicheros, el problema subsiste, por lo que deben
plantearse nuevas estrategias adecuadas a la nueva realidad de los
campamentos. Esta estrategia debiera adaptarse a la diversidad de hogares y
campamentos mediante un catastro público que clasifique según variables
habilitantes (como la disposición de los hogares a registrarse y salir de la
informalidad), el perfil del hogar (su vulnerabilidad, acceso a subsidios,
organización colectiva) y perfil del campamento (e.g., antigüedad, tipo de suelo,
riesgos, organización comunitaria). Esta clasificación permitiría diseñar soluciones
diferenciadas: desde la regularización y urbanización con radicación hasta
subsidios de arriendo asequible, barrios transitorios o erradicación. En paralelo, es
fundamental el trabajo de las policías y fiscalía, que permita desbaratar a las
bandas que operan desde terrenos usurpados. Los campamentos ya no son solo
expresión de la pobreza urbana; son el lugar en que confluyen diversas fallas del
Estado. Urge recuperar la capacidad de las instituciones para garantizar, al mismo
tiempo, la seguridad, el derecho de propiedad y el acceso a la vivienda. La
respuesta no puede seguir postergándose. Asumir la magnitud y complejidad de
este desafío es indispensable si queremos evitar que la ilegalidad se consolide
como un rasgo permanente de nuestras ciudades.








