Por Jorge Heine,
Ex embajador de Chile en Sudáfrica,
Profesor Escuela Pardee de Estudios Globales
Universidad de Boston.
El primer ministro de uno de los países más grandes del Caribe
viaja a África oriental para pedir ayuda policial contra la violencia de
las pandillas, que hace poco atacaron la penitenciaría nacional y
liberaron a 4,000 presos. Fracasado el intento, sobrevuela otra vez
el Atlántico, pero su avión no puede aterrizar porque las bandas
tomaron el control del aeropuerto.
Un país vecino le niega permiso de aterrizaje y termina en un tercer
país, mientras el sanguinario jefe de una de las principales pandillas
exige su renuncia. Potencias extranjeras expresan preocupación,
pero el desafortunado primer ministro queda librado a su suerte. La
disolución estatal y la creciente agitación civil impiden hasta las
actividades más básicas, y crece el temor a la hambruna. Al final, el
primer ministro desterrado acepta renunciar en cuanto se forme un
consejo de transición, pero los jefes de las bandas ahora exigen
tener presencia permanente en cualquier nuevo gobierno.
Puede parecer la trama improbable de una telenovela barata, pero
es exactamente lo que está sucediendo en Haití, la primera
república negra del mundo, el primer país independiente de América
Latina, y el lugar de la primera rebelión de esclavos exitosa en el
Nuevo Mundo (1791-1804). Desde el asesinato de su presidente
Jovenel Moïse en julio de 2021, el país más pobre del hemisferio
occidental (y uno de los más pobres del mundo) está sumido en el
caos, mientras el gobierno es incapaz de imponer algún orden.
Hace ya muchos años que no hay elecciones, y el primer ministro
no electo, Ariel Henry, carece de legitimidad. Pero había podido
contar con el pleno respaldo del gobierno estadounidense, hasta
ahora.
Hace algunos años, las autoridades haitianas hicieron un intento
serio de crear una fuerza de policía profesional. Pero la Policía
Nacional de Haití, diezmada en choques con las pandillas y
desmoralizada por la falta de apoyo del gobierno, se ha convertido
en la sombra de lo que fue. Las fuerzas armadas, que eran más
conocidas por su propensión a derrocar gobiernos que por sus
hazañas militares, han sido disueltas hace tiempo. El gobierno
haitiano lleva más de un año buscando desesperadamente ayuda
de la comunidad internacional, sin éxito.
Naciones Unidas calcula que sólo en 2023 unas 4,000 personas
murieron en actos de violencia relacionados con las pandillas y otras
3,000 fueron secuestradas. Y, sin embargo, ningún país del
hemisferio occidental ha querido involucrarse en forma directa.
Estados Unidos, por su parte, ofreció 200 millones de dólares para
cubrir los costos del despliegue de 1,000 policías kenianos,
propuesta avalada por el Consejo de Seguridad de la ONU. La idea
de que tenga que ser un país de África oriental el que intervenga en
el Caribe es un desafío a la credulidad, pero así de absurda es la
triste situación de Haití. En cualquier caso, la oposición interna
frustró el despliegue, y el Tribunal Supremo de Kenia emitió un fallo
contra el plan.
Mientras Haití arde, periodistas y analistas han vertido un sinnúmero
de razones por las que la comunidad internacional no debería
intervenir. Sus argumentos se basan en el recuerdo de la ocupación
estadounidense de Haití entre 1915 y 1934, y la crisis más reciente
de los 90, cuando Estados Unidos intervino para sacar del poder a
una junta militar encabezada por el general Raoul Cédras. Como
dijo en aquel momento el entonces senador Joe Biden: ”Si Haití
(Dios no lo quiera) se hundiera en el Caribe sin dejar rastros, o se
alzara trescientos pies, no haría mucha diferencia en cuanto a
nuestros intereses”. Otros comentaristas ponen el acento en los
aparentes fracasos de Minustah, la misión que la ONU envió a
estabilizar Haití entre 2004 y 2017.
Pero la mala prensa es en gran medida infundada. Entre 2004 y
2010 (cuando Haití padeció un terremoto devastador), Minustah
consiguió estabilizar el país, y lo ayudó a recuperar cierto sentido de
propósito, después de la transición bastante traumática a la
democracia que siguió a la caída de la dinastía Duvalier en 1986.
Estados Unidos y Canadá no son los únicos que se niegan a hacer
lo necesario en Haití. Lo mismo vale para los países
latinoamericanos que antes tuvieron una actuación central en
Minustah: Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. De hecho, Minustah
fue la primera operación en la historia de la ONU con mayoría de
tropas latinoamericanas. Ahora que la región pierde relevancia en la
escena internacional, le vendría muy bien intervenir para dar
respuesta a la crisis más urgente de su vecindario. ¿Quién mejor
para rescatar a millones de haitianos inocentes antes de que se
hundan otra vez en la violencia, la disfunción y el hambre?
Pero si el argumento moral para dar ayuda al país más pobre y más
sumido en crisis del hemisferio no tiene mucho peso en el clima
político internacional de estos días, tal vez sirva apelar al más puro
interés propio. Dejar que los haitianos “se cuezan en su propio
caldo” (mi paráfrasis de la situación actual) no sólo es cínico y
éticamente indefendible, es simplemente estúpido. Los estados
fallidos tienen propensión a convertirse en centros del delito
internacional organizado, el terrorismo y el narcotráfico