Gonzalo Wielandt
Sociólogo. Consultor de empresas
En el Génesis, capítulo 3, versículo 15, Dios le dice a la serpiente: “Haré que tú y
la mujer sean enemigas, lo mismo que tu descendencia y su descendencia. Su
descendencia te aplastará la cabeza y tú le morderás el talón”.
La tradición cristiana ve en la descendencia de la mujer un testimonio misterioso
sobre el Mesías en su lucha contra satanás y en su victoria final sobre las fuerzas
del mal. Así, la descendencia de la mujer porta consigo una promesa de salvación,
hecha carne en el fruto de la mujer. Promesa que el profeta Isaías anuncia en el
capítulo 7, versículo 14: “Pues el Señor mismo les va a dar una señal: La Joven
está encinta y va a tener un hijo, al que pondrá por nombre Emanuel”. Este
anuncio presenta un mensaje divino en un sentido de esperanza en que de una
virgen nace el Mesías, la promesa de salvación.
El hecho de que la mujer por acción divina quedará encinta da cuenta de la
esperanza de la promesa. Esperanza porque ante la imposibilidad de que una
virgen quede encinta, Dios hace que en donde nadie espera nada, ocurre algo,
ese algo es “La Joven embarazada”, cuyo fruto es la promesa de salvación, su
hijo. En este sentido el profeta Miqueas señala en el capítulo 5, versículos del 2 a
3 que: “En cuanto a ti, Belén Efrata, pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá
un gobernante de Israel que desciende de una antigua familia. Ahora el Señor deja
a los suyos, pero hasta que dé a luz la mujer que está esperando un hijo”. Aquí ya
se señala el lugar del nacimiento, la pequeña ciudad de Belén, la más pequeña
entre los clanes de Judá, es decir se reitera el sentido escatológico de la
experiencia salvífica, la más pequeña de los clanes donde nacerá, según lo
menciona Miqueas, el hijo de la mujer, afirmando que “Él traerá la paz” (Miqueas
5,5).
En este anuncio, relatado en el capítulo 5 de Miqueas, se establece que en la
pequeña ciudad de Belén una mujer dará a luz a un niño, quien pastoreará a su
pueblo “con el poder y la majestad del Señor su Dios…”. Por lo tanto, María, al
igual que Abraham, debe servir a la Palabra con su propia vida, en la que Dios
estuvo en todo momento junto a ella, desde el nacimiento hasta la cruz, cuando la
palabra debía encarnarse en humanidad. Así María es esperanza y fuente de la
promesa de salvación, encarnada en su hijo Jesús, quien fue reconocido como
Mesías por la mujer samaritana, la primera apóstol y María Magdalena, la primera
en reconocer a Cristo resucitado.